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Redacción PERÚ21

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Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantesNo creo que haya sido uno de los pocos a los que no le gustaba García Márquez. O de los que no lo había leído. Quizás sí de los que creían que el realismo mágico era más mágico que realismo y, pues, pura fantasía. En fin, tal vez por esto último es que el metropolitano descubrió de un pisotón en el pie el terrible dolor que puede ser despertar a la verdad de las mentiras.

No estaba en Macondo sino en Lima cuando traqueteaba en un bus hacinado, de esos que hacen soñar en aventuras exóticas a los amigos europeos antes que la crisis les diera algo mejor en que pensar. Habría leído alguna de esas crónicas en la que los pasajeros tenían que bajar por las ventanas, descolgándose como racimos en los paraderos, porque les era imposible llegar a la puerta del bus con toda la humanidad como tapón. Tal vez estaba aquí para eso. Para soñar, para escapar de la realidad de las hipotecas impagas, del paro colosal, del recorte de derechos sociales, de los desalojos, del desfondamiento del Estado de bienestar que, ironías de la vida, tanto los aburría mientras funcionó. Quién sabe.

Habría escuchado que en Lima se comía como en Sibaris, que había mucha plata y trabajo para los extranjeros como él y que, con vender un poco de sebo de culebra a los incautos que nunca faltan, tendría la vida digna de antaño pero al ritmo de las aventuras de Florentino Ariza, Juvenal Urbino o Fermina Daza. Qué éxito era el Perú …¡hasta que le pisaron el pie! Debió haber aullado el pobre metropolitano. Debió haber esperado una disculpa que nunca llegó. Debió haber escuchado risitas cuando empezó a quejarse como chapetón. Debió haberse indignado cuando alguien, cansado de sus seseos, le lanzó un sonoro: ¡Por qué no te callas!

Pero no se calló. "Sibaris" terminó siendo una mierda y los "sibaritas" unos gilipollas. Y recién ahí habrá caído en cuenta el pobre metropolitano de que no tenía vena literaria, de que no era el poeta romántico que creía para vivir lo que tanto le gustaba alucinar desde la apática Europa. Ya era tarde entonces. Se había convertido en el personaje hilarante de un folletín barato, de esos que ni se escriben porque no dan más que para viral de las redes sociales y miscelánea de los noticieros de televisión. Y allí estaba el metropolitano en pleno pugilato, recibiendo su merecido por faltoso; grabado por un I Phone.

¿Qué habrá pasado por su cabeza entonces? ¿Habrá añorado la seriedad de España, allí donde no hay lugar para los cuentos de hadas? ¿La dicha de vivir en el mundo real de los marqueses, los duques y las Infantas? Qué tranquilizador es no ser súbdito de la fantasía y sí de los reyes y reinas, ¿no es cierto? ¡Qué sobriedad la de los jefes de Estado con capa, espada y coronita! ¡Qué estadistas los selfies del monarca con la cabeza destazada de un paquidermo en Botswana!

¿Y qué más habrá añorado el metropolitano de su terruño mientras salía con el rabo entre las piernas de ese bus exótico en la estación Javier Prado? ¿La civilización? ¿Quizás esa que está hoy a punto de desintegrar España con Madrid por allí y Barcelona por allá? ¿La inteligencia? ¿Tal vez esa misma que le hizo creer que una tarjetita de plástico era el boleto mismo del Gordo de Navidad? ¿El sentido común? ¿Probablemente el del colosal aeropuerto de Ciudad Real, un villorrio donde nunca llegó a aterrizar un avión?

Macondo es universal. Está en todos lados. El metropolitano no necesitaba salir de España para encontrarlo. Pero no era García Márquez. Por eso lo único exótico que halló por aquí fue un pie morado.