No puedo pensar en nada que no sea el partido del martes. No puedo concentrarme, no puedo hablar de otra cosa. Es que esta, la historia de Perú sin llegar a los mundiales, es la historia de mi generación: esos que nacimos cuando se caía el muro de Berlín y que nos empezamos a hacer adultos cuando apareció el muro de Facebook. Y créanme: hemos sufrido. Para nosotros, Cubillas y la generación del 70 es un recuerdo mágico del que hemos escuchado siempre. A Cueto lo hemos visto solo en YouTube. El fútbol no nos ha dado ni una sola.
El problema empieza con los cuentos que nos contaron: que Bulgaria, que el tiro libre, que Sotil, que nos ganó Pelé. Entonces, comenzó a acercarse el Mundial de Francia y para nosotros era lógico que íbamos a ir. En el colegio hablábamos de contra quién sería bueno que le toque a Perú y de cuánto nos gustaría ir juntos al Parque de los Príncipes. Es que a los 9 años la inocencia estaba casi intacta. Unos tipos habían secuestrado al embajador japonés y nuestros viejos se quejaban de que la economía estaba jodida, pero no entendíamos.
Pero los chilenos nos metieron 4 en Santiago. Todo se había ido al tacho. Compramos álbumes y cambiamos figuritas, pero algo ya se había roto. Y vino después Japón y Alemania. Vino Sudáfrica y vino Brasil. Se murió el abuelo, se le jodió la vida a gente querida, las familias se complicaron. Conocimos el dolor, el sexo, la música. Fuimos cachimbos, nos graduamos, empezamos a chambear, nos casamos. Todo cambió. La ciudad se hizo más grande y caótica y se llenó de bullas nuevas y carteles capitalistas en cada poste.
No se quebró más la democracia, se redujo la pobreza, creció la economía. Aprendimos, claro, a convivir con la pendejada y entendimos que no siempre ganaban los buenos, que la vida es durísima y que golpes llegan sin aviso y nos acorralan. Crecimos, pues. Dejamos de creer que los sueños se hacen realidad y creo que nos morimos un poquito por dentro. Porque no es fútbol esto, es la vida. De pronto llegó este flaco argentino que no habla mucho e hizo eso que por aquí es tan escaso: chambear. Con orden. Con disciplina. Y en silencio.
Quizá si el flaco este nos hace ver que sí se podían cumplir los sueños, nos ponemos a perseguir otros. Ojalá.