La política no puede seguir metiendo sus manotas en el Ministerio Público, el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional. Ningún poder debe entrometerse en la administración de justicia; tampoco el económico. Los políticos tienen que aprender a respetar las instituciones que garantizan el Estado de derecho, la democracia y la libertad. Los empresarios deben ser los primeros en enseñar con el ejemplo la ventaja de vivir bajo esas reglas.

Esta semana se evidenciaron dos problemas mayores y determinantes para la correcta aplicación de la justicia en nuestro país. Por un lado, la Junta de Fiscales Supremos pretendió sobreponer sus decisiones a las de la Fiscalía de la Nación. Tres de los cinco que integran la Junta confabularon para bloquear el proceso de investigación en el que se encuentran implicados ellos mismos; el trío está bajo sospecha de formar parte de la organización criminal Los Cuellos Blancos.

Chávarry, Rodríguez y Gálvez decidieron, por mayoría, tres contra dos, que el también fiscal supremo Pedro Sánchez no podía seguir investigándolos. Apuntaron largo y lanzaron la jabalina.

La fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, tuvo que ofrecer el miércoles un mensaje a la nación para retroceder el ardid de los sospechosos y advertir que mientras su despacho no dispusiera lo contrario, las investigaciones delegadas continuarán en trámite. Nada garantiza, sin embargo, que los tres fiscales bajo investigación no tramen otra artimaña contra los dos que sostienen la legalidad en el Ministerio Público.

El trío pareciera desesperado. Si no cómo explicamos que el jueves Mario Mantilla, uno de los representantes de Fuerza Popular, integrante de la Comisión Permanente, intentara reabrir la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales y volver a sesionar estando el Congreso disuelto. ¿Para blindar a quién? Esta subcomisión fue la que antes de la disolución del Congreso blindó a Chávarry con descaro. Y el tira y jale continuará: La Permanente cerró el viernes acordando consultar a “juristas expertos”, por no decir amigos, para que definan las competencias de la Subcomisión.

Y mientras todo esto se tramaba y sucedía en la Fiscalía de la Nación, la mesa de partes del Tribunal Constitucional seguía recibiendo los escritos redactados por el nonato magistrado del TC, Gonzalo Ortiz de Zevallos, exigiendo que le tomen juramento.

Aún después de haber admitido que no consignó, en el currículum vitae que presentó ante el Congreso, que trabajaba representando intereses privados en el mismo momento en el que pasaba por el proceso de selección para integrar la más alta magistratura constitucional, el abogado que no se percata de que sus labores profesionales pueden colisionar con sus funciones en el TC, insistía.

En ningún caso, fiscales y abogado, demostraron respeto para con las instituciones que integran o pretendían integrar. Los fiscales perdieron vergüenza e integridad cuando decidieron engrosar la lista de amigos, o más bien de hermanitos, de César Hinostroza, sindicado por las autoridades como el cabecilla de una perniciosa banda que quiso copar el Ministerio Público y el Poder Judicial de delincuentes que cobraban por sentencia.

Y el abogado, el que a diferencia de los anteriores no está bajo sospecha de haber cometido un delito penal, tampoco parece entender el valor de la transparencia, requisito fundamental para el servicio público.

Lo que reúne ambos casos es que la sombra de la política y los intereses económicos han definido sus escenarios. El blindaje que Fuerza Popular y el Apra ejercieron sobre los fiscales, sobre todo el que le brindaron a Pedro Chávarry, fue un escándalo. Y en la misma línea de actuación, la apuradísima designación de Ortiz de Zevallos fue finalmente la que precipitó la disolución del Congreso el pasado 30 de setiembre.

Estamos por elegir un nuevo Congreso y en un año más votaremos por un nuevo presidente. En manos de la ciudadanía está la posibilidad de renovar la clase política adicta a estas mañas. Busquemos en nuestra memoria inmediata, votemos mejor.