Durante los últimos años, hemos visto las noticias de Ecuador con la inquietud contenida de quien observa un incendio en otro mundo. Algo distante, preocupante, pero que no nos alcanza. Sicariato a plena luz del día, explosivos en negocios, candidatos presidenciales asesinados en plena campaña, cárceles convertidas en fortalezas del crimen organizado. Un escenario caótico, pero ajeno, como si el fuego no estuviera avanzando en nuestra dirección.
Hace unos días, todos vimos como el fuego nos ha alcanzado en el corazón de Lima. Un incendio de gran magnitud fue provocado en Barrios Altos, afectando varios edificios y movilizando a más de 400 bomberos durante días. El siniestro, que comenzó el 3 de marzo, aún presenta focos activos, y la zona ha sido declarada en estado de emergencia por 60 días. Este evento es un recordatorio de que la violencia y la inseguridad han dejado de ser rumores lejanos para instalarse en nuestras calles. Ahora, no solo enfrentamos amenazas directas contra personas, sino también la destrucción de vidas enteras con una llamada, una bomba o un incendio.
En San Borja, un asalto a una cambista terminó con un policía gravemente herido tras recibir un disparo en el rostro. Mientras agonizaba, algunos de sus propios compañeros le robaron el teléfono y la billetera. En San Miguel, una familia fue asesinada a plena luz del día dentro de su vehículo, a metros de un concurrido centro comercial. En San Juan de Lurigancho, una barbería estalla por negarse a soltar cupos. La historia se repite en distintos distritos con el mismo final. La víctima ya había denunciado, ya había pedido ayuda, ya sabía que algo iba a pasar. Y pasó.
Para las mafias, la vida vale catorce soles. En Comas, un chofer de combi fue asesinado por no pagar ese monto a los extorsionadores que controlan las rutas. No es el único. En los últimos meses, los ataques a conductores han ido en aumento: los matan en plena calle, les queman los vehículos, los obligan a elegir entre pagar o morir. Organizaron paros, bloquearon vías, intentaron que el Estado los escuchara. No los escuchó.
Hemos normalizado la inseguridad. Mirar atentamente por el espejo retrovisor si hay motos sospechosas, aunque millones de peruanos trabajan y se trasladan en ellas. No contestar llamadas de números desconocidos porque podrían venir de un penal. Evitar ver las noticias para no preocuparnos demasiado. Aprender a vivir con el miedo, como si eso bastara para mantenerlo a raya.
El incendio de Barrios Altos aún arde, y no solo en las estructuras calcinadas. Su humo es un recordatorio de que el crimen organizado no solo crece, sino que se fortalece cuando no se le enfrenta. En Ecuador, primero fueron las amenazas y las extorsiones. Luego, los asesinatos selectivos. Después vinieron las bombas, los secuestros, el terror desatado en los medios de comunicación, los políticos escondidos en la clandestinidad. Nos repetimos que aún no hemos llegado a ese punto, como si el fuego no siguiera avanzando en nuestra dirección.