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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

La inclusión social excluye a los gordos. Ya nos lo dijo varias veces, ya lo entendimos. Nos lo viene repitiendo desde su primer mensaje a la nación en que anunció la inminente epidemia de obesidad que asolaría muy pronto las escuelas de un país que ha estado –por décadas– en el podio de los campeones mundiales de la tuberculosis. Al presidente –creo que es obvio– los gordos le damos nervios. Le producimos una inexplicable irritación, incomodidad, repulsión o miedo. No es algo nuevo. Es una condición médica. Se llama cacomorfobia. Dícese de la fobia a los gordos. Pacientes que, sin ninguna razón en particular, rechazan la sola proximidad física de una persona con sobrepeso. Puede ser eso lo que, cada cierto tiempo, lo impele a lanzar calificativos que, en cualquier país civilizado, serían rechazados con unanimidad porque no hay nada más políticamente incorrecto que denostar a otros en razón de su apariencia física. Pretender descalificar a alguien por gordo es exactamente lo mismo que intentar marginarlo por cholo, por feo o por chato. Nadie mínimamente culto e informado –y mucho menos un estadista– se atrevería, en Estados Unidos, a llamar públicamente fat (gordo) a un gordo, sabiendo que lo respetuoso es decir big (grande). Y ay de ti si lo haces porque te caerán encima todas las organizaciones de defensa de los derechos de la big people y, literalmente, te aplastarán. Pero mejor volvamos al cerro que nos han mandado trepar: estoy asumiendo que el máximo representante del atlético estado nacionalista es incapaz de discriminar. Me estoy poniendo, claro, en el mejor de los casos: el presidente es víctima de una fijación, de un temor, de una obsesión. O de un tenaz prejuicio que es más fuerte que él pues está enraizado en lo más profundo de su psiquis como resultado de la severísima educación espartana recibida en el hogar paterno: someter a los niños a un entrenamiento disciplinado del cuerpo para las arduas batallas que vendrán, como al pequeño Leonidas en el filme 300. The survival of the fittest. La otra hipótesis me preocuparía más: la semilla de la educación militar de Ollanta –ser y no parecer reza el lema de los comandos– ha florecido y dado frutos en su mente castrense convenciéndolo de verdad de que una persona es realmente superior, mejor que otra, más rápida, más alta, más fuerte, no tanto en función de su cerebro ni de su corazón sino de sus deltoides y sus bíceps. Así, el mejor ser humano –El Hombre Nuevo de La Gran Transformación– no será aquel más sabio, más laborioso o más justo, sino aquel que sea físicamente capaz de hacer el mayor número posible de ranitas, de polichinelas y de planchas con palmada.

Exceptuando un par de raros lapsos de efímera esbeltez juvenil, yo he sido gordo toda mi vida y estoy perfectamente entrenado para rebatir los argumentos de quienes han insistido –desde el kindergarten– en apelar a mi sobrepeso como (flaco) argumento para ningunearme. No fue agradable ni divertido ser el gordo del salón, pero lo sobreviví y no me quejo. Nada te galvaniza mejor el carácter que haber sido parte de cualquier grupo marginado o población vulnerable, como ahora está tan de moda decir. Siempre tuve clarísimo que no tengo por qué saber trepar árboles porque no soy mono. Soy elefante y lo mío es recordar. Recordar cómo se escriben correctamente todas las palabras y ganar todos los campeonatos interescolares de ortografía. Eso me importó siempre más que ser sistemáticamente jalado en Educación Física por límite de faltas. Yo no elegí ser gordo, no fue una "opción"; al contrario: me diagnosticaron hipotiroidismo a los 13 años, tomo todo tipo de infructuosas pastillas desde entonces y he luchado contra la gordura de todas las formas imaginables, me he sometido absolutamente a todas las dietas desde que tengo memoria, he recorrido miles de kilómetros en mi bicicleta y he ido a todos los gimnasios de la ciudad pero… ya se sabe que el que nace barrigón, aunque lo fajen de chico. Es por todo esto que no puedo disimular lo mucho que me jode que el hombre que personifica a la nación no se dé cuenta del daño que le hace a tantos peruanos –niños incluidos- al asociar, de modo tan irresponsable y grosero, al sobrepeso con lentitud, con deficiencia, con torpeza, con debilidad, con incompetencia. Al escucharlo reincidir una vez más en esa odiosa faceta de cachaco prepotente –que ya había reprimido pero a la que siempre vuelve tentado por las muchas risotadas que habrá de granjearle en las tribunas- me ha parecido estar frente al inenarrable General Donayre o –peor aún– a la imitación que de él hace Carlos Álvarez. Las humillaciones que sufren todos esos pobres reclutas que ranean en pañales por el piso de los cuarteles para solaz de sus "superiores" empalidecen si las comparamos con el bullying que sufren hoy los pobres niños gorditos en los colegios. Y ese sí que es un problema de Estado: ya tenemos casos de niños paralíticos, niños suicidas y niños asesinados por el bullying de sus compañeros en los colegios del Perú. ¿Será oportuno entonces que salga Humala a ridiculizar en público a los gordos? Si el presidente –que es el Primer Padre de Familia de la nación– lo hace, ¿por qué no yo? –se preguntarán. Yo no sé si sus asesores se habrán dado cuenta del buzón sin tapa al que insisten en empujarlo, pero animar a Ollanta a enfrascarse de nuevo en una esgrima verbal con El Gordo García es mandarlo, sin remedio, al sacrificio. Véase si no el reciente fenómeno twittero #presidentenosepique. No se puede ser bueno en todo y supongo que, a estas alturas, ya se habrá dado cuenta, presidente, que la expresión verbal no es, precisamente, su fuerte. Más le valdría retarlo a un concurso de abdominales en tabla inclinada o a correr la Maratón de los Andes canturreando: ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Cuatro, tres, dos, uno…! ¡Terruquitos, no se escondan! ¡De sus tripas saco sebo! ¡Se lo doy a mi perro! ¡Uno, dos…!