La filosofía del suicida.
La filosofía del suicida.

El suicida se sabe derrotado. Todavía no está destruido, pero sí está derrotado, y sabe que esa derrota es irreversible, inmodificable. Como está derrotado, elige destruirse.

Todo suicida es una criatura desesperada. Sea por una enfermedad incurable o una ruina económica, por una pena de amor o una deshonra insoportable, el suicida considera que la vida que tiene por delante será un sufrimiento tan grande que es mejor eximirse de ese descenso a los infiernos.

No por ser un acto desesperado, el suicidio es siempre una decisión irracional. Solo el suicida sabe cuánto está sufriendo y cuánto cree que va a continuar sufriendo, si se impone la tarea de seguir viviendo. Solo él sabe cuán invivible le resulta la vida que avizora. Por eso hace un cálculo racional. Se plantea los costos y los beneficios de seguir viviendo. Llega a la conclusión de que el costo de seguir viviendo es tan elevado que resulta inhumano imponérselo. Prescinde de la vida que tiene por delante porque considera que será un calvario. La vida no tiene ya sentido. Se ha convertido en una desgracia insoportable. El suicidio es una liberación, un descanso. No carece, entonces, de una cierta racionalidad.

El suicida se mata porque no puede suprimir la circunstancia que le impone el dolor, o eliminar a la persona que lo hace sufrir. El suicida que escapa de una pena de amor envía un mensaje póstumo a quien lo ha sumido en ese dolor: tú me has matado, eres el culpable de mi tragedia. El suicida que se mata para emanciparse de un sufrimiento excesivo, o liberarse del pesado baldón de la vergüenza pública, o evitar la cárcel, envía un mensaje a quienes lo han derrotado: ustedes me han matado, son los culpables de mi sangre derramada. El suicida, entonces, se mata matando.

Al despojarse de la vida, el suicida no desprecia la vida, solo desdeña la que tiene por delante. Decide prescindir de la vida espantosa que le espera, o que imagina que le espera, porque ha vivido una vida tan estupenda que no quiere ahora afearla, ensuciarla. El suicida que se mata para evitar la cárcel prefiere usar su libertad para destruirse, antes que entregarla mansamente para verse encerrado en un calabozo. El suicida, bien mirado, reivindica su libertad, glorifica su libertad, se libera de sus acusadores y carceleros.

Matarse es la última decisión libre con la que gobierna su cuerpo y su espíritu. Se mata porque quiere ser libre hasta el último estertor. Al mismo tiempo, el suicida abraza la muerte con un sentido trágico del honor.

Considera que es una persona honorable. Se percibe a sí mismo como alguien tan decente que no puede tolerar la indecencia de ser arrastrado a una mazmorra. No quiero debatir si el suicida que prefiere la muerte antes que la cárcel es culpable o inocente. Puede que sea culpable y que esa culpa lo atormente tanto que un sentido trágico del honor le reclame provocarse la muerte para restaurar la dignidad mancillada. Puede que sea culpable y, sin embargo, se sienta víctima de un abuso, un ensañamiento, un castigo excesivo, y por eso decide matarse, porque es una manera de protestar contra unas penalidades que le parecen injustas, desproporcionadas, y un acto de rebelión contra la ignominia de la cárcel. Puede que sea inocente y aun así decida matarse, porque se siente traicionado por amigos cercanos, o por colaboradores de cuya lealtad nunca dudó, y se sabe condenado en las cortes de la opinión pública. Los políticos terminan siendo casi siempre culpables en los tribunales atrabiliarios de la opinión púbica. Así las cosas, un político que se mata para evitar la cárcel nos está diciendo: un último sentido del honor me impide rebajarme al oprobio de la prisión, a la humillación de ser privado de mi libertad. Aun siendo culpable, el suicida que elige la muerte en lugar de la cárcel está eligiendo también la libertad y el honor en lugar de las indignidades que lo acechan: la prisión y la infamia.

El suicida, paradójicamente, ama la vida. La ama tanto que elige quedarse con el recuerdo de los grandes momentos que ha vivido. Prefiere no vivir una vida horrenda, desdichada. El suicida ha sido tan libre y feliz que ese último tramo de la existencia que tiene frente a sí le parece indigno de ser vivido, una continuación del todo inapropiada para la vida que se permitió y ahora se termina porque él así lo quiere.

El suicida que cree en Dios parecería más valiente que el suicida ateo o agnóstico. Quien duda de la existencia de Dios, o la niega, acaso piensa que el suicidio será un momento brevísimo de dolor y agonía y enseguida sobrevendrá un viaje sosegado a la nada misma, a la disolución de la identidad, al descanso de no ser más quienes supimos ser. Pero el suicida religioso, que cree en un Ser Superior que nos da la vida y nos la quita, se permite la insolencia de desafiar a su Dios particular. Piensa que será capaz de litigar con Dios y convencerlo de su inocencia. Cree que Dios se apiadará de él y lo perdonará. Quien, siendo creyente, se provoca deliberadamente la muerte, es, entonces, varias veces optimista: cree que hay una vida eterna, que Dios lo perdonará, que será recompensado por Dios. El suicida ateo parece menos optimista: si continuar respirando se ha convertido en un dolor, elige suprimir ese dolor, anestesiarse con la morfina de la muerte y pasar a ser polvo y olvido.

No debemos pasar por alto la importancia que tiene para el suicida la opinión de sus seres más queridos: su pareja, sus hijos, sus padres, sus amigos íntimos. El suicida ve con espanto la posibilidad de que esas personas, a las que tanto ama, lo vean caído, desgraciado, humillado, convertido en un despojo humano, el residuo pestilente de lo que fue en aquellos tiempos perdidos de gloria y esplendor. El suicida quiere que sus familiares lo recuerden vencedor y no derrotado. Quiere desesperadamente que lo crean inocente, no culpable. No puede tolerar la idea de que esas personas duden de su grandeza, su honor. Por eso se mata. Para demostrarles que es grande, honorable, valiente, en el último acto de su vida. Se mata para que ese tribunal superior, el de sus hijos, su pareja, sus padres, lo absuelva, lo exonere de toda culpa o sospecha, lo considere una víctima inocente de un escarnio que no merecía. Es, pues, un acto de amor a ellos, sus seres más queridos. Es una manera de decirles: los amo tanto que no puedo soportar la idea de que vengan a visitarme a un presidio y se avergüencen de mí. Por eso me quito la vida: para que ustedes no duden de mi honorabilidad y me crean inocente. Al morir, el suicida repudia el cinismo de presentarse ante sus hijos como una criatura viciosamente imperfecta. No quiere que ellos lo recuerden así. Prefiere que lo crean un mártir, un héroe incomprendido, una víctima de la conjura de los malvados. A esas alturas, la verdad se ha tornado neblinosa, evasiva. Lo que al final importa es la percepción que la familia tiene del suicida. Y quien se mata cree que, matándose, será percibido como una persona con un alto sentido del honor, tan elevado que el deshonor le resulta invivible.

Camus escribió que el único problema filosófico realmente serio de la existencia humana es el suicidio. El suicida llega a la conclusión de que su vida carece ya de sentido. Nadie poseerá suficientes argumentos para impugnar esa decisión final. Hemingway dijo que un hombre de carácter podrá ser destruido, pero jamás derrotado. El suicida se permite el último honor de elegir cómo será destruido y cómo firmará la rendición de su derrota.

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