La felicidad sin esfuerzo
La felicidad sin esfuerzo

Era un sábado por la tarde. Estábamos en Lima. Habíamos viajado para asistir a la boda de María Luisa, una íntima amiga de mi esposa. El clima parecía insuperable: sol radiante, una brisa bienhechora que subía del mar, la prolongación de un verano tibio que se negaba a retirarse del todo.

Debido a que estaban construyendo un edificio al lado de nuestro apartamento y los ruidos eran de espanto, nos vimos obligados a hospedarnos en un hotel tranquilo de San Isidro, cerca de la casa de mi madre, donde nos atendieron maravillosamente.

A pesar de que soy un creyente dubitativo o un agnóstico inconstante que solo reza cuando siente de cerca el aliento espeso de la muerte, le pedí a mi esposa que fuésemos a la iglesia para ver entrar a la novia del brazo de su padre. Nunca había asistido a una boda religiosa en Lima ni en ninguna otra parte, las había evitado todas, incluso las de mis hermanos. Esta vez, sin embargo, quería ver entrar a María Luisa del brazo de su padre, en la iglesia del Pilar.

Me conmoví cuando vi entrar a María Luisa con su padre, a quien no conocía. Mi esposa adora al padre de María Luisa, lo recuerda con profundo cariño, me dice que las llevaba al colegio muy temprano, manejando su auto, cantando las canciones que pasaban por la radio. Siempre estaba contento, me dice. Y era guapísimo, añade. Al verlo, confirmé que era notablemente apuesto y una luz de simpatía y bondad adornaba su rostro. María Luisa estaba guapísima, parecía una actriz de cine. Ella y sus primas son de una belleza de otro mundo. La contemplación distante de sus primas Daniela y Rosario, ángeles caídos del cielo, criaturas de una belleza sobrenatural, elegantes como princesas en el exilio, mejoró en grado sumo el servicio religioso.

Como llevo diez años amando a mi esposa, y no me ha costado el menor esfuerzo serle fiel, porque me sigue pareciendo la chica más linda del mundo, y la más graciosa también, me sentí tan puro, tan pío, tan limpio de intenciones, que a punto estuve de ir a comulgar, pero me refrené prudentemente, temeroso de que alguien, en defensa de la fe, me sacase a empellones de la cola, o el cura se inhibiese de darle la hostia a un sujeto como yo.

Al salir de la iglesia, partimos presurosos a la fiesta, en un club de playa, treinta kilómetros al sur. El recorrido, como era previsible, fue una lenta procesión casi a paso de hombre, en la que se entreveraban, con promiscuidad de ruidos y gases tóxicos, camiones con gallinas vivas aleteando, buses de pasajeros, colectivos zigzagueantes, autos cochambrosos y minúsculos taxis de origen incierto. A lo lejos, como telón de fondo, se levantaban, tristísimos, los cerros arenosos de la periferia, el paisaje gris de los extramuros de aquella ciudad en la que nunca llueve.

Una hora después, estábamos en el club de playa. Mi mujer tomó la decisión de beber solo cerveza toda la noche. Yo, como toda una señora, me abstuve de beber alcohol. Por suerte, no tardaron en llegar mi hermano y su esposa, quienes nos aseguraron la diversión y el entretenimiento. Mi hermano me preguntó cómo me había ido con el urólogo que me recomendó. Excelente, le dije. Me tocó sin guantes, añadí. Es un sabio, sentencié.

La llegada de María Luisa y Alonso fue espectacular. Bailaron con pericia en el centro mismo de todas las miradas arrobadas, preñadas de un amor antiguo, y luego la fiesta se estremeció con una sorpresa: el padre de la novia convocó a la pista, moviéndose como un hombre de goma, a las tías de la novia con sus parejas, y ellas, muy lindas, las legendarias hermanas Uranga, desplegaron una coreografía preciosa, de alta calidad. Yo, que soy medio brujo, y veo cosas que otros no ven, advertí la presencia de la madre de María Luisa, quien falleció en circunstancias inesperadas hace poco más de un año. Me pareció entreverla allí, orgullosa de su hija. Deslumbrado por la destreza de las bailarinas, me impresionó todavía más el amor de aquella familia de muchas mujeres, la manera risueña como lo expresaban, el modo eufórico en que celebraban la vida: la felicidad, decía Borges, no debe requerir un esfuerzo.

Mi mujer bailaba con amigos y amigas. Yo debía estar lúcido y risueño para atender a las personas que ocasionalmente se acercaban a saludarme: un primo de mis hijas; tías de la novia; antiguos amigos de mis padres; familiares del novio; amigos de mi mujer, apandillados en una secta o cofradía que a todas luces rendía culto a la amistad y la libación desmesurada de bebidas espirituosas, grandes personajes los seis que conocí; y una prima de la novia, Fernanda, maestra de yoga, actriz, a quien conocí cuando era una niña, amiga de mis hijas, y ahora veía florecer, en todo el esplendor de su inteligencia, su sensibilidad y su belleza. Le dije a mi esposa: María Luisa y sus primas son tan lindas que, a su lado, me siento una foca.

En algún momento les llevé torta a los choferes y cuidadores que se encontraban no muy lejos de la fiesta. Al conversar brevemente con ellos y rozar los temas de la política local, sentí que mantenía intacta mi popularidad y esos hombres en traje y corbata, acostumbrados a servir a los poderosos, me veían con simpatía, sabían que me preocupaba por ellos y les llevaba una torta, un sanguchito, una propina. Porque no hay nadie en Lima que deje mejores propinas que yo. Llevo siempre billetes cortos para dejar propinas a todo el que se mueva a mi lado y me mire con afecto. Es una manera de gobernar mi buena fortuna a favor de los humildes, sin pasar por las odiosas servidumbres del poder. Es una manera de ser presidente, pero en el exilio, un exilio vitalicio que no habrá de interrumpirse, porque la felicidad es una cosa sagrada y, cuando la has encontrado por fin, más vale que sepas atesorarla.

Al final de la fiesta, después de las dos de la mañana, quedábamos ya pocos, y la pista de baile lucía despejada, y pusieron Pedro Navaja, y entonces me animé a bailar. Bailé con mi mujer, con la novia, con el novio, y fui feliz de una manera inédita, desusada. Atribuyo la felicidad de ese momento a que mi mujer y sus amigas estaban alicoradas, a que mi hermano y su esposa se encontraban asimismo un tanto achispados, a que Fernanda bailaba sola como una diosa, a que el hermano de la novia desplegaba su arrolladora simpatía, moviendo su silla de ruedas, y a que el estrés de ser perfectos o parecerlo había cedido, con el paso de las horas, a favor de una actitud más laxa o relajada, en la que cada uno se abandonaba a la comodidad de ser uno mismo desastrosamente, y bailar como le diese la gana, y hacer el ridículo, si tal cosa parecía conveniente. En esos momentos, bailando con María Luisa o mi mujer o ambas, sentí una felicidad poderosa, la felicidad sin esfuerzo de la que hablaba Borges, que no había experimentado en mi juventud y ahora, ya pasados los cincuenta, venía a embriagarme como un premio por ser buena gente, por amar a mi mujer y serle fiel como su mascota, por no haber querido ser presidente, por elegir ser un escritor y por haber firmado un armisticio con Lima, la ciudad con la que tuve, en mi juventud, una relación guerrillera, tóxica, jalonada de rencores y reproches, y en la que ahora, quién lo diría, me aprestaba a bailar una canción más, deseando que la fiesta no acabara nunca y el amor de los novios tampoco.

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