Jaime Bayly
Jaime Bayly

En la isla en la que vivo hace más de veinticinco años, Key Biscayne, a quince minutos en auto del centro de Miami, de la que solo me alejé dos años para vivir en Buenos Aires, escribiendo una novela, y un año para sobrevivir en Bogotá, haciendo un programa de televisión, y de la que no pienso mudarme ya a ninguna parte, ni siquiera a otra casa en esta isla, debo rendida, infinita gratitud a varias personas que me han acompañado todos estos años, como ángeles guardianes.

La primera que viene a mi mente, entre las muchas que me han brindado sus reservas de afecto, paciencia y ternura, es Henry, el farmacéutico, mi amigo y protector hace décadas. Si no fuera por él, ya estaría muerto, o demente, completamente loco. Conocí a Henry cuando alquilé mi primer apartamento en la isla, tras una larga temporada en Madrid. Desde entonces nos vemos dos o tres veces por semana, siempre en su farmacia, que abre hasta los domingos. Soltero, sin hijos, amable, sosegado, encantador, está siempre dirigiendo la farmacia, atento a escuchar los problemas, las aflicciones, los pesares de sus clientes. En mi caso, Henry es mucho más que el boticario: es mi médico de cabecera. Sabe escucharme, identificar el mal, curarlo. De veras me ha salvado la vida. Me ha curado crisis depresivas, viciosas temporadas de insomnio, conatos de impotencia, toda suerte de enfermedades respiratorias, toses crónicas, infecciones pulmonares. Lo que dice Henry es palabra santa para mí. Es mi padre, o mi padrino, o mi tío de cariño. Me quiere incondicionalmente, con una generosidad sin límites. Ha leído mis libros, ha visitado mis programas de televisión, ha sabido aconsejarme para invertir juiciosamente el dinero. Y todo lo hace a cambio de nada, como el amigo noble que es. Su memoria es prodigiosa: recuerda todas las pastillas que tomo, que no son pocas: tres para dormir como un niño, dos para no caer en crisis de congoja y melancolía, una para que no se me caiga el pelo, dos para que mi cañoncito erótico se active en posición de combate y dispare todavía, una para que mi memoria antaño tan potente no siga menguando.

También debo gratitudes a las personas que me dan de comer cada tarde, puesto que no sé cocinar y mi esposa tampoco tiene aptitudes para ello. Soy hombre de rutinas consistentes, y cuando elijo un lugar para comer, voy todos los días. Hace años, desde que se inauguró, voy al restaurante de una pareja encantadora de vascos. El café tiene un aire bohemio, como si estuviera en Brooklyn o West Hollywood, y sus comensales me habrán visto más de una vez. Se come delicioso. La atención es insuperable. Mis grandes amigos allí son Dani, Jesulín y Fran. No son camareros, son mis amigos. Conocen mis gustos, manías y extravagancias, y se ocupan de complacerme con tanta prisa como eficacia. Me hacen feliz cada tarde.

Mi peluquera en la isla es francesa, muy guapa, madre de tres hijas. Se llama Trini, o así le decimos. Siendo francesa, habla perfectamente el español y el inglés. Es brillante y posee una ética de trabajo admirable. No descansa, no toma vacaciones. Siempre está de buen humor, risueña, optimista. Últimamente la vi triste, y compartí su tristeza, porque le ocurrió una tragedia: llevó a su perrita al parque, y un perro enloqueció, atacó y mató a la perrita. Cuando Trini me contó todo eso, atendiéndome, se nos humedecieron los ojos. Ahora ya tiene otro perrito que tal vez mitiga el dolor de aquella pérdida. Me gusta pedirle consejos para viajar, sobre todo a Francia. Tiene un éxito formidable que, desde luego, no es casual: más que peluquera, Trini es una artista, y ejecuta su arte con una naturalidad y un desparpajo que hacen que lo más difícil parezca fácil. Nunca me ha dejado insatisfecho, sus cortes son perfectos, conoce de memoria la justa medida de mi legendario y vapuleado cerquillo. La adoro, porque, además, no me pide que me corte el cerquillo, aunque sí insiste en rebajarme las cejas de hombre lobo.

Violeta, la costurera peruana, de origen amazónico, es otra de mis tías de cariño en la isla. Bajita, pícara, amorosa, tiene un pequeño taller donde trabaja con su hermana Mónica. Cuando mi mujer me compra un traje, o cuando engordo y el pantalón me queda ajustado, paso por las manos sabias de Violeta que todo lo pueden, y ella zurce, cose, ensancha, desahoga y remienda lo necesario para dejar mis prendas justas, a medida. Con Violeta todo se puede, todo es fácil y rápido. Como soy un inútil, recurro a ella porque no sé abrir un orificio en el cinturón, o retirar las costuras en los bolsillos de una chaqueta, o espaciar el tiro de un pantalón. Lo que más me gusta es decirle: Violeta, mídeme el tiro. Me hace gracia esa palabrita, tiro, que alude, creo, a la zona del pantalón que, más ajustada u holgada, permite el acomodo de los genitales. Violeta de rodillas, midiéndome el tiro, es un momento seguro de risas entre ambos. Porque, claro, como vamos, el tiro tiende a crecer, y la pobre Violeta tiene que convertir mis pantalones en carpas.

Hace muchos años, cuando los boletos aéreos no se compraban por internet, mi agente de viajes era Stephanie. Sigue siéndolo. Tiene una oficina en la isla llena de mapas, elefantes en miniatura y folletos de viajes. Es inteligentísima, sabe varias lenguas, ha viajado por el mundo. Le preguntas cuáles son los tres mejores hoteles de cualquier ciudad importante, y responderá sin demasiado afán, con el conocimiento de haber dormido en ellos. Cuántos pasajes aéreos me ha comprado Stephanie todos estos años: muchísimos. Conoce, por consiguiente, las oscilaciones, los zigzags, los peligrosos serpenteos o caracoleos de mi vida amorosa. Porque ha comprado pasajes para distintas esposas, distintos novios, distintas suegras, para mis hijas cercanas y mis hijas distantes y mis hijas nuevamente cercanas. Sabe todo sobre mi vida impudorosa y mis escándalos y tropelías, pero no hace preguntas indiscretas. Consigue el mejor vuelo, la mejor tarifa. Si no he usado un boleto, me lo recuerda antes de que expire. Si tengo una crisis durante un viaje, un vuelo cancelado, una urgencia repentina, la resuelve en un santiamén, trabajando desde su casa. Vive sola, con su perro, pero no se queja, es feliz, o parece serlo. Me recuerda, con su envidiable serenidad y su aire plácido, que las personas más felices no son las que más dinero tienen, sino las que menos dinero necesitan para ser felices.

Por último, todavía respiro sin sobresaltos gracias a Omar, que dirige las operaciones del spa para hombres en el mejor hotel de la isla. Apenas me ve, me saluda con entusiasmo, me comenta el programa, me conduce al casillero donde dejaré mi ropa, me procura toallas y sandalias, regula la temperatura de los baños de vapor al nivel que más me gusta, me sirve tés con limón, me da masajes en la espalda y me consiente de un modo excesivo, desmesurado, que me hace sentir un principito. Cuando Omar masajea tenazmente mi espalda o atenúa los dolores musculares provocados por alguna caída esquiando, siento que le debo una felicidad que no podré pagarle, devolverle, pues cualquier propina será insuficiente.

Esta isla en la que vivo hace más de veinticinco años, esta casa en la que vivo hace casi diez, estas personas nobles y afectuosas que me protegen hace tanto tiempo, esta familia de padres, padrinos y tías de cariño que yo escogí, superan largamente, en instantes de felicidad, a las otras ciudades donde me ha tocado vivir, y por eso, mientras me acompañen la salud y la fortuna, pienso seguir viviendo en esta isla, con esta, la familia que yo elegí.

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