Profesor
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Por lo general, en las sociedades más avanzadas, los encargados de educar a las siguientes generaciones de ciudadanos gozan de una reputación, consideración y tratamiento especiales. Ser profesor de escuela pública es un honor en cuanto es un servicio que se brinda al país y que se reconoce sobre todo con prestigio. Primero, porque no cualquiera puede ni quiere ser profesor y, segundo, porque en ninguna parte del mundo ser maestro es un oficio lucrativo: nadie escoge ser maestro para llenarse de plata. Por sí solo, eso debería comprarle algunos puntos extra al oficio magisterial en la opinión pública. No es así en el Perú.

El costo de oportunidad entre quedarse trabajando por una miseria y venir a marchar a Lima para exigir mejores condiciones laborales para ellos y sus alumnos, a riesgo de perder su trabajo y utilizando sus propios recursos, es enorme. No es que a muchos de ellos les sea extraño: existen cientos de limitaciones y obstáculos que los profesores a veces deben superar utilizando el dinero de sus propios bolsillos.

Cuando hablamos del futuro del país, nos fijamos en el cebiche y el pisco y jamás nos referimos a las personas que les enseñan a leer, a contar y a pensar a los peruanos del futuro. Hemos subido nuestra esperanza al tren de lujo que va a Machu Picchu y ya no importa si vamos sin billetera y sin zapatos ni que empieza a hacerse de noche.

Decíamos que en países más avanzados ser maestro de escuela pública es un honor reconocido porque el Estado y la sociedad reconocen el papel que juegan. Aquí, un policía rompe manifestaciones, golpea en la cabeza a un maestro que reclama porque no puede mantener a su familia con 40 soles al día y un montón de gente aplaude. Será que leer da alzhéimer.

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