(USI)
(USI)

En época de elecciones, es usual escuchar invocaciones a informarnos. Debemos leer las propuestas, se nos dice. Oír los debates. Y para que esta operación esté completa no solo se requiere nuestra indagación, sino también nuestra evaluación sobre materias muy concretas de políticas públicas.

Un problema obvio –muy aparte de la mala calidad de muchas de las propuestas que tenemos que valorar– es que nuestro conocimiento es limitado. No podemos ser todos expertos en urbanismo, seguridad ciudadana y manejo de las municipalidades. Pero esto se agrava por un tema adicional: muchas veces no somos conscientes de nuestras limitaciones.

Steve Sloman y Philip Fernbach publicaron el año pasado un libro, La ilusión del conocimiento, en el que hablan de los inodoros. La mayoría de gente diría que entienden cómo funcionan. Pero el que estén hechos de una manera que nos haga saber usarlos con facilidad no nos hace expertos en el tema. La mayoría de nosotros no sabemos explicar cómo funciona el mecanismo, no entendemos de cerámica, metal, plástico, química, o de las razones por las que la mayoría son blancos.

Por supuesto, en nuestra vida no solo usamos inodoros. También nos movemos en transporte público, vamos a centros de salud y compramos comida. Además usamos los parques y nos enfrentamos a la inseguridad ciudadana. Y en todas estas áreas aparece el fenómeno que Sloman y Fernbach llama la ilusión del conocimiento: la idea no de que somos ignorantes absolutos, pero sí de que lo somos más de lo que creemos.

En un estudio de Pew Research Center –tambien citado en el libro- se le preguntó a los entrevistados si aprobaban o no una sentencia de la Corte Suprema sobre la reforma de salud de Obama. Un 36% dijo estar a favor, un 40% en contra y un 24% no opinar. La sorpresa vino cuando se le preguntó a esas mismas personas qué era lo que la corte había decidido: resultó que solo el 55% lo sabía.

En una investigación de la Universidad de Oklahoma, se le preguntó a los consumidores si creían que etiquetar los alimentos genéticamente modificados debería ser obligatorio. Un 80% dijo que sí. Las dudas, nuevamente, aparecieron cuando también un 80% dijo que se debería etiquetar la comida que tuviera ADN. La gente parecía no percatarse de que, dado que todos los organismos vivos tienen ADN, ese pedido es totalmente inútil.

En plena campaña electoral, la evaluación que hagamos de las propuestas de los candidatos estará empañada por el hecho de que creemos saber más de lo que en realidad sabemos. La buena noticia es que hay una forma de tratar de limpiar nuestros lentes.

Sloman y Fernbach realizaron un experimento en el que diversas personas tenían que contestar unos cuestionarios sobre temas polémicos (por ejemplo, el establecimiento de tasas impositivas, o el sueldo de profesores) antes y después de preguntárseles cómo funcionarían estos en la práctica. Concluyeron que, cuando hacemos el ejercicio de explicar mecanismos que, resulta, no entendemos del todo, no solo nos volvemos conscientes de los límites de nuestra comprensión, sino que, en reacción a que nos percatamos de estas limitaciones, nuestras posturas hacia diversos asuntos se vuelven menos radicales. Conscientes de nuestros límites, somos más prudentes.

Para los ciudadanos, esta campaña electoral es retadora. Hay veinte candidatos para la alcaldía de Lima. Muchos con propuestas malas y difíciles de entender. Y muchos con ideas que apelan a temas muy cercanos a nosotros, y que además son tales que pueden despertar pasiones, como la migración venezolana, la inseguridad ciudadana o el tráfico limeño. Antes de votar, haz el siguiente ejercicio. Toma la propuesta más importante del candidato que prefieras y pregúntate: ¿cómo se ejecutará exactamente esto?, ¿qué consecuencias tendrá?, ¿a qué grupos afectará, y cómo? Si no encontramos respuestas, y si estas simples preguntas nos conducen a dudar de un candidato y de sus propuestas, sabremos que es hora de quitar de nuestros lentes el humo de colores.