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Redacción PERÚ21

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Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y LetrasEscritor

Esta semana me he sentido especialmente perturbado por dos situaciones que atañen a Internet, es decir, nuestra ventana al mundo. Todo comenzó cuando quise saber más acerca del escandaloso robo de imágenes privadas perpetrado por hackers en perjuicio de un centenar de estrellas de Hollywood. Entre las afectadas se encontraba la guapa Jennifer Lawrence, quien sucumbió a la tentación de fotografiarse desnuda para su propio deleite (o para el de su novio de turno), lo que, por cierto, no tiene nada de reprobable. Lo que hay que deplorar en este caso es el atropello de los piratas informáticos, que sustrajeron impunemente (ojo, que no estamos hablando de una travesura juvenil, sino de un delito) esos retratos íntimos y los filtraron a la red para que podamos verlos usted, yo y cualquier hijo de vecino.

Por supuesto, debo reconocer que mi interés por admirar la anatomía de la actriz se impuso sobre todos mis reparos, con lo que me convertí en un fisgón virtual más. No obstante, estoy seguro de que centenares de miles de usuarios de Internet –y probablemente me quede corto en mis estimaciones– tuvieron la misma debilidad, atraídos por el morbo que implica ver a estas hermosas divas como protagonistas, ya no de una escena de alto voltaje en una película de ficción, sino de un episodio de su vida real, algo que solo les compete a ellas. Desde luego, esto no debería sorprendernos demasiado en una época en que la televisión nos llena de 'realities' y que el uso de Facebook y Twitter favorece la tendencia absurda de querer mostrar y compartir todo lo que uno hace en su existencia cotidiana. ¿Nadie valora ya la privacidad?

Pero eso no es lo peor. El problema que supone la filtración de imágenes personales de contenido erótico se diluye ante un hecho más grave aún: la difusión masiva de videos criminales. Porque sucede que, en la misma página web que permitía fisgar a Jennifer Lawrence y otras actrices en cueros, también se incluía la grabación del asesinato del periodista estadounidense James Foley por el Estado Islámico. Y, claro, la curiosidad mató al gato, pues decidí ver el video, lo que lamentaría profundamente. Por si acaso, aclaro que no era una grabación editada para un noticiero televisivo, sino casi una snuff movie, con la única diferencia de que no había que pagar para ver matar a un hombre.

El degollamiento del infortunado hombre de prensa me entristeció y, sobre todo, me indignó y sublevó. Más tarde, al reflexionar sobre este acto execrable, una manifestación de crueldad y barbarie absolutamente inadmisible, concluí que no solo la "puesta en escena" era siniestra, sino que su divulgación a través de Internet resultaba obscena. Después de todo, pensaba, si bien rechazo de plano la vulneración del derecho a la intimidad, hay un abismo entre contemplar la belleza del cuerpo de una mujer y ser testigo de la cobarde ejecución de un rehén inocente. Entonces, recordé las palabras finales de Kurtz en ese libro maravilloso y visionario que es El corazón de las tinieblas: "¡Ah, el horror! ¡El horror!".