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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Los periodistas tenemos un problema que ha superado eso que llamamos el boom de redes sociales, la transición digital, la amenaza del fin de los periódicos y otras perlas propias del oficio: padecemos un ego colosal. Y aunque lo negamos, con una gran sonrisa, vamos por el mundo, y ahora por Twitter y Facebook perpetrando papelones de diverso calibre como dueños de la verdad. En cualquier ocasión somos buenos para pontificar, sentenciar, ajusticiar y participar del linchamiento virtual, tan de moda, tan de estos tiempos, salvo que esté involucrado un amigo, una amiga, un cliente.

La experiencia me ha enseñado que sabemos menos de lo que creemos, y que debemos escuchar más a la gente, desde colegas hasta lectores anónimos que a veces dejan de serlo cuando, entre tuit y tuit alcanzan una insospechada familiaridad, para bien o para mal.

En estos días he leído no pocas autocríticas y críticas a la prensa estadounidense respecto a su cobertura de las elecciones.

Periodistas experimentados que admiten no haber visto lo que estaba pasando en las calles porque jamás pensaron que un ciudadano estadounidense respetable sería capaz de votar por un patán como Trump y ocurrió lo que los sondeos no registraron, lo que los medios no advirtieron. Una muestra más de que los medios han perdido ese poder de lavar cerebros, y elegir presidentes. Los periodistas estrellados siguen creyendo que los ciudadanos son estúpidos. Sus egos colosales no les dejan ver que los ciudadanos ya perdieron la ingenuidad, que ahora son críticos, emotivos y también racionales, y que saben bien para quién juegan los opinólogos-críticos-periodistas, cuál es la camiseta que llevan escondida, para quién facturan, qué fichas mueven.

En Perú, no nos va mejor. Se habla tan mal de los periodistas en Twitter que a veces dan ganas de apagar la luz y salir corriendo. Pero Twitter no es el Perú. Se habla mal de los periodistas en diversos espacios, y eso da cuenta de que algo no muy bueno está pasando en la profesión.

En plazas y esquinas, en cafés y bares. En medio de tragedias, como la ocurrida en Larcomar o en Cantagallo, la gente vociferaba o murmuraba que los reporteros digan la verdad. En el primer escenario pedían que se sancione a los culpables y que por ser 'blanquitos' no se callen, y en el segundo se clamaba que por ser pobres no se oculte los hechos.

Recordemos a ese individuo llamado Phillip Butters preguntándose qué diablos hacen los shipibos en Lima. Me dirán que Butters no es periodista, pero como si lo fuera, pues a la hora de la hora, en el saco entramos todos. En este ego colosal entran los periodistas que se excitan de ganar followers frenéticamente, que hacen alarde de los 'bloqueaditos', que impulsan trending topics al estilo Carloncho y creen que la vida gira en la red de microblogging. Hay vida más allá de Twitter, señoras y señores. Si ahora no lo vemos, mañana será demasiado tarde.