notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Casi todos los actores son peores siendo ellos mismos que simulando ser otros. Si les dan un buen guión y están bien dirigidos consiguen ser interesantes, pero si tienen que ser ellos mismos y responder sin ayuda quizás te decepcionen. No siempre ocurre así. Hay actores geniales que siendo ellos mismos, sin esfuerzo, naturalmente, consiguen ser aún más geniales que en sus papeles. Son los grandes actores, las leyendas, los mitos, esas criaturas portentosas que se reinventan una y otra vez en las ficciones y logran hacernos creer que todo aquello es verdadero, cierto, real. Hay actores formidables que hacen el papel de su vida y luego se quedan atados a ese papel y todo lo que hacen después parece una comparación pálida, menor, de aquella actuación memorable que les recordamos. En esos casos tal vez uno piensa: tendría que haberse retirado, tendría que haberse dado cuenta de que ya había hecho el gran papel de su vida y que todo lo que siguiera sería menor, deslucido, un punto inferior en su carrera. Pero el actor tiene que actuar, tiene que seguir actuando, y seguramente piensa que su mejor actuación es la que todavía no ha hecho, la que está por venir. Y a veces se equivoca. Y cuando eso ocurre uno piensa: pero cómo es posible que este actor que había hecho una gran película ahora falle clamorosamente haciendo esta película deplorable que no alcanzo a ver hasta el final porque es tan mala que duele, duele en las tripas. Hay películas malas que pueden verse hasta el final y hay películas malas insoportablemente malas que uno tiene que abortar poniéndose de pie y marchándose con un sabor agrio de la sala. No sorprende que se hagan películas malas, todo cinéfilo sabe que para ver una gran película hay que sobrevivir a un puñado de películas mediocres, lo que sorprende es que un actor al que tenías como realmente bueno, que ha actuado en una película que pasaría como un clásico, luego se descuelgue en una película miserable, absurda, ridículamente mala. Y uno piensa: no puede ser un gran actor, porque si lo fuera, tendría que haberse dado cuenta de que esa película es funesta, tendría que haber declinado ese papel, ese guión, pero no, no tuvo la sabiduría de advertir que esa película sería una bomba de mala y se metió a ser parte de esa desgracia y entonces ya no lo vemos como un gran actor infalible sino como un actor errático que puede acertar como fallar. Y cuando un actor nos parece errático le perdemos el respeto, pierde la estatura de mito, de leyenda. Los clásicos no pueden fallarnos, tienen que ser realmente buenos y cuando no buenos, excelentes, pero nunca malos, nunca mediocres. Por eso son clásicos: porque son garantía de calidad, porque no fallan. Por eso son tan raros los clásicos en estos tiempos y en todos los tiempos: porque el actor tiene que ser, en sí mismo, antes de leer ningún guión, un personaje más fascinante que cualquiera de los que tratará de interpretar camaleónicamente. Los grandes actores son los que en un evento cualquiera de la vida real –una fiesta, una cena de recaudación de fondos, una entrevista en vivo en televisión– consiguen hipnotizarnos, embrujarnos, hechizarnos con las múltiples texturas de lo que ellos mismos son, no con una versión impostada, simulada, sino con una cierta magia imprecisa que es inherente a lo que ellos de verdad son. Es decir que son criaturas mágicas de un modo sencillo y natural, son estrellas sin darse cuenta, son mejores en su versión auténtica que en cualquier papel de la ficción. Eso es rarísimo y cuando ocurre es desde luego insólito y conmovedor porque uno siente que está presenciando un pequeño milagro estadístico. Casi todas las personas somos mediocres, casi todos los actores son también mediocres, son contados y excepcionales los actores que en la vida real son mejores que en la ficción. En las entrevistas te das cuenta de que la mayor parte de ellos son pura pose, puro humo, puro cuento: les quitas la máscara y lo que queda de ellos es la verdad y esa verdad suele ser una desilusión. Porque pensábamos que esos actores serían tan interesantes como en sus ficciones y de pronto descubrimos que no lo son, que cuando los sacas de sus ficciones son personas vacías, simples, un poco burdas, sin grandes curiosidades intelectuales, con un cierto pavor ridículo a tomar partido y definirse de tal o cual manera. Por suerte cada cierto tiempo alguien nos deslumbra consistentemente en las ficciones y luego lo vemos en una entrevista en televisión y nos parece aún mejor, aún más listo y ocurrente, aún más inteligente y arriesgado que cualquiera de sus personajes. No pasa a menudo pero cuando pasa uno se siente inferior a ellos y les agradece que sigan actuando y que nos entreguen esos mundos fascinantes sin los cuales nuestras vidas serían tanto más apáticas y miserables. Qué sería de nosotros sin los grandes actores, sin las grandes ficciones: la vida no es lo que ocurre en la calle o en el metro o en un estadio, la vida es lo que ocurre en las ficciones que nos atrapan en las vísceras y los cojones, la vida son las películas y las series que hemos visto temblorosos, con un nivel de intensidad que nos suspende en el aire y cuando se acaba, el regreso a la realidad nos parece una caída, un descenso doloroso. Todos los grandes actores son grandes mentirosos, tan grandes mentirosos que se olvidan de que son ellos mismos y se creen la simulación de que son otros y tanto y tan bien se la creen que consiguen hacérnosla creer a nosotros también. Cuando veo una gran película y confirmo que ese gran actor es siempre un gran actor, no uno errático, y me emociono hasta las lágrimas con lo que ese actor ha puesto en escena portentosamente, me quedo luego pensando si la vida de ese actor será todo el tiempo privado en el que no lo vimos actuar o, más precisamente, todo el tiempo público o artístico en el que actuó, todo el tiempo en el que hizo unos personajes fascinantes, inolvidables: ¿esa vida humana fue la que no se registró o la que quedó grabada cuando se camufló bajo otras identidades en ficciones memorables? ¿Quién era más exactamente esa persona: la que se replegaba en la intimidad sin dejar que nos asomáramos a ella o la que nos entregaba en la pantalla unas versiones real maravillosas de sí misma? Los grandes escritores viven en sus libros, no en sus vidas privadas y menos en sus vidas políticas; los grandes actores viven en sus ficciones y cuando mueren uno podría pensar que no vivieron para vivir sus pequeñas y predecibles vidas privadas fuera de las películas sino que vivieron esas pequeñas y predecibles vidas privadas solo para, empinándose sobre ellas, volando más alto, recreándose incesantemente, ponerlas al servicio del arte, de la belleza. Uno podría afirmar entonces que los grandes actores vivieron solo en sus películas y que el resto del tiempo estaban ensayando o descansando o agonizando; uno podría afirmar que los grandes actores son los que nos entregan una obra, un testimonio, un legado que posee la cualidad de ser inmortal y que habrá de sobrevivirlos; uno podría afirmar que nadie incapaz de mentir fabulosamente es capaz de rozar eso que llamamos arte; quizá no sea exagerado decir que uno ha vivido no para conocer la realidad en su dimensión más espesa y rutinaria sino para mirar todas esas películas formidables que nos han educado sobre la vida misma. Qué insoportable es la vida cuando nos miramos en el espejo, qué espléndida puede ser en cambio cuando la miramos en una ficción bien contada. Y si eso es lo que soy de un modo más auténtico, un espectador, alguien que mira, un testigo crédulo y arrobado de la historia que se me narra, quizá mi vida pueda resumirse no en las cosas que hice o no hice –qué pereza– sino en todas las grandes películas que tuve la suerte de ver.