¿Cambia el resto del partido luego de una tarjeta amarilla? Pregunta inevitable y pertinente, señala el columnista.
¿Cambia el resto del partido luego de una tarjeta amarilla? Pregunta inevitable y pertinente, señala el columnista.

Un excelente médico, en la plenitud de su existencia. El cuerpo acompaña sin chistar, aunque no hay medallas de oro en el horizonte deportivo. No tiene que hacer como que tiene experiencia, porque realmente la tiene. Sigue encontrando novedades, aunque ya conoce los caminos y sus vericuetos. Continúa aprendiendo, aunque ya no es aprendiz. En fin, ya no tiene que pedir permiso para casi nada.

Una vida dedicada a hacer las de otros más vivibles, comprometida con la espiritualidad propia y ajena, balanceada en términos de placeres y alegrías, así como lo personal, familiar y profesional. En pocas palabras, saludable sin buscar la perfección.

Y, de pronto, sin aviso, la mano del árbitro universal aparece con una tarjeta amarilla, ¿o es roja? Como el corazón que pierde su ritmo habitual. Un conjunto de azares —la proximidad de un centro de salud, la reacción sensata y tajante de la pareja, entre otras casualidades, algunas sabrosas— definen que no habrá expulsión del terreno de juego, ni siquiera tiempo fuera en la banca de suplentes.

¿Cambia el resto del partido luego de una tarjeta amarilla? Pregunta inevitable y pertinente. ¿Se jugará lo que quede pensando en la roja, planeando en función de su inminencia, de las jugadas que siempre quisimos hacer y no hicimos, por ejemplo? No necesariamente. En fin de cuentas, un buen jugador va a seguir siéndolo. No va a hacer más o menos fouls. Su contribución al equipo y su relación con el entrenador no van a cambiar de manera significativa. Seguir jugando nomás.

¿Qué emerge, en términos emocionales de haber estado al filo de la muerte?

Puede ser la conciencia de que aún hay mucho por hacer, de que aún hay muchas personas que ayudar, de que los nuestros, sobre todo los que recién se abren a la complejidad de la vida, aún nos necesitan. O, quizá, la certeza de que los dados eternos, roídos a fuerza de rodar, sin relación con lo bueno o malo que hagamos, determinarán que, no sabemos cuándo, dejemos de estar.

Seguir en la cancha con cierta alegría, curiosidad, sin tomarnos demasiado en serio, aunque jugando con seriedad, es la actitud más sana, independientemente de la edad. ¿Haremos falta? Sí. Paradójicamente, nuestra ausencia será menos dolorosa si hacemos las cosas razonablemente bien. De todas maneras nos convertiremos en el capítulo de algunos de los textos que son las vidas de los más cercanos, quizá de algunos con quienes nos hemos cruzado como mentores o profesionales, aunque las más de las veces seremos un pie de página y, si pasa suficiente tiempo, habitantes de una tumba descuidada.

No hay temprano ni tarde para la tarjeta roja. Podemos pasarnos horas discutiendo si es mejor a tal altura del partido o tal otra, pero no tiene sentido. Para comenzar, es tan improbable el hecho de haber ingresado en la cancha y estarlo jugando, que lo más sano es vivirlo como un hermoso milagro, siempre al filo de la muerte.