Desde un baile, hasta nietos saludando a sus abuelos, pasando por un encuentro de un par de parejas, pueden ser objeto de una intervención represiva, señala el columnista.
Desde un baile, hasta nietos saludando a sus abuelos, pasando por un encuentro de un par de parejas, pueden ser objeto de una intervención represiva, señala el columnista.

Autoridades y ciudadanos están agotados. El desgaste de agentes del orden y la salud es extremo. La incertidumbre es muy alta, donde el virus parece contenido y donde anda desbocado. Las normas de encierro y apertura cambian en horas. Actividades que asomaban la cabeza tienen que volver a esconderla.

El cumplimiento se quiebra también donde predomina la normatividad. En Melbourne, 53% de quienes pasaron una prueba diagnóstica no se aislaron para esperar los resultados. Y cuando se ajustan las restricciones, hasta sociedades disciplinadas muestran desobediencia, que van desde manifestaciones públicas hasta rituales, más o menos ocultos, del mayor riesgo sanitario.

Perú parece un enorme campo donde se juega a las chapadas, escenario de operativos que sorprenden a personas que transgreden las normas sanitarias. Las pertinentes a relaciones entre familiares y amigos —visitas, reuniones—, no tienen matices ni dejan lugar al sentido común: desde un baile, hasta nietos saludando a sus abuelos, pasando por un encuentro de un par de parejas, pueden ser objeto de una intervención represiva.

Sin embargo, lo que no existe es una estrategia que enseñe a reducir los riesgos, hacer una jerarquía de situaciones, explicar cuándo el contagio es inminente, cuándo es improbable y cuándo estamos frente a una circunstancia de irresponsabilidad colectiva y, eventualmente, delictiva. Al final, las normas se incumplen masivamente, todos son sospechosos de imbecilidad o intenciones dolosas y, encima, el reflector es altamente clasista. Sabemos que cuando se trata a un porcentaje grande de la población como delincuentes o retrasados mentales, no se logra nada.

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