Lee la columna de Roberto Lerner.
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Asumimos que nuestros juicios morales están basados en argumentos y razones. Pero, frente a dilemas complejos, la respuesta es demasiado visceral y no parece haber entre pregunta y respuesta mucha reflexión interna. Eso viene luego, a la hora de debatir.

Hay un sentimiento que solo experimentamos los humanos: asco. Una especie que se mete todo a la boca, debe tener señales de alerta frente a lo que enferma: lo podrido, lo que huele de ciertas maneras, los desechos de nuestro cuerpo. Interesantemente, el lenguaje de la moral está lleno de conductas consideradas nauseabundas, cochinas, putrefactas, repugnantes. Por el contrario, los actos que buscan recuperar pureza se relacionan con el agua —lavar todo tipo de objetos que representan el cuerpo social— y lo que purifica.

Es más, cuando hay peligro de contagio, posibilidad de epidemia, presencia de patógenos, reales o imaginarios, las personas se ponen más rígidas y producen juicios, y sentencias, más extremas. Y también, cuando no hay circunstancias de ese tipo, los más asquientos por naturaleza muestran menos tolerancia frente a lo más alejado del promedio en lo social.

Si se somete a dos grupos a las mismas situaciones en las que un individuo transgrede una norma, con la única diferencia de que uno trabaja en un aula sucia y desordenada, y el otro en una impecable —miren nomás que en ese adjetivo, el no pecado y la limpieza van juntos—, los primeros van a ser mucho más severos que los segundos.

El grado en que vemos el mundo como un lugar esencialmente peligroso influye en nuestras actitudes a la hora de juzgar personas y comportamientos.

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