Roberto Lerner. (GettyImages)
Roberto Lerner. (GettyImages)

La mente produce convicciones. Poderosas e inamovibles. Sobre todo cuando está en juego lo que nos define, nuestra identidad. Cuando no somos capaces de ponerlas en duda —aunque no fuera más que como ejercicio— o no podemos reírnos de ellas, lo más probable es que estemos cerca de un despeñadero.

Una de esas convicciones es que nuestros actos, de los que damos versiones siempre interesadas, no dejan huellas. Esto es patético cuando nuestro público quiere y necesita creernos. Hijos, pareja, alumnos, socios, militantes, electores.

¡Son tantas las veces que pequeñas pistas, supuestamente invisibles, inexistentes, enterradas, se confabulan para delatar las mentiras —de las blancas y de las decididamente oscuras— con las que construimos, en parte, nuestros relatos, nuestras historias, nuestras profesiones de fe!

Un niño que vivió algunos meses, cuya tumba sus padres visitan subrepticiamente, del que la hija que tienen, nacida luego de la tragedia, no sabe nada. Hasta que encuentran en el fondo de uno de sus cajones, como un homenaje que no se puede hacer a la vista de todos, la invitación al bautizo de ese ser no contado.

Invitaciones o fotos ajadas, anotaciones olvidadas, palabras escuchadas al vuelo, súbitas palideces y sonrisas forzadas, arman un rompecabezas que quisiéramos invisible para siempre, pero que asoma, al final, a manera de tragedia o comedia, para ponernos en nuestro sitio y, sobre todo, hacernos saber que todo poder se sustenta en la ilusión.

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