En la columna pasada me referí al temor que tienen muchos adolescentes de no poder ofrecer a sus hijos lo que reciben de sus padres. Y afirmé que si hacen todo lo que hoy supuestamente deben hacer —involucrarse 24/7 en preparar la siguiente etapa y en ella volver a la carga para la próxima—, seguro la mayoría lo logrará, aunque no tendrá mucho tiempo para sus hijos, en general, su familia.

Y buena parte de ese sector orgulloso de sus éxitos aunque siempre ansioso, asume que los merece. Lo no conseguido se atribuye a factores externos, pero lo obtenido se debe a las habilidades y esfuerzo. Más que sapiens, somos Homo cuentus. Todo lo convertimos en relatos con los héroes, nosotros, construyendo circunstancias llenas de ventajas competitivas y aciertos que hacen inevitable un “vivieron felices”, por lo menos más que los que quedan en el camino porque también lo merecen.

Quizá un ejercicio de humildad que puede rendir en términos de bienestar es aceptar que lograr lo que deseamos no es idéntico a merecer lo que logramos, que a veces encontramos lo que no estábamos buscando y lo aprovechamos, que es una virtud, sin duda, pero que hay historias alternativas en las que a igual compromiso y capacidad, los desenlaces no son los mismos. Es una forma de ver las cosas que nos pone en contacto con los procesos, las experiencias, los aprendizajes, las personas y las historias. Como escribió el inglés Julian Barnes, en Una historia del mundo en diez capítulos y medio, “después de un tiempo, obtener lo que quieres todo el tiempo, es bastante parecido a no conseguir lo que quieres todo el tiempo”.

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