Convertir algo abundante en otra cosa más bien rara y codiciada, fue el sueño de la alquimia. Fracasó en toda la línea –a pesar de mucho esfuerzo e ilusión– pero produjo, como efecto secundario, un enriquecimiento del conocimiento sobre la naturaleza y los métodos para estudiarla. El oro, pues, no hay manera de producirlo a partir de otros elementos, y si uno quiere conseguirlo, debe invertir mucho tiempo y dinero.

Pero, ¿para qué invertir en algo que abunda, que, en realidad, es un producto universal y permanente, que parece no requerir mayor trabajo? Me refiero a las ideas. Todos las tenemos, de sobra, para regalar, y aunque dedicamos una etapa de nuestra vida a dominar algunas que son especializadas, las producimos como parte del hecho de existir. Ya alguien dijo que saber que las tenemos hace que existamos. ¡Cogito Ergo Sum!

Sin embargo, el éxito notable de la cultura occidental, en realidad la resiliencia de esas sociedades abiertas y la esencia de su sistema económico, reside en la valoración de las ideas, en una manera especial de relacionarse con ellas, en la fluidez y flexibilidad con las que se producen y se cuidan los cerebros que generan las más exitosas entre ellas.

Porque las ideas son muy poderosas, son contagiosas, pegajosas, aunque la comparación es dolorosa, son virales. Mueven masas y ponen en acción a las personas. Sanan, enriquecen y, también, desgraciadamente, matan. Sin duda, mucha más gente ha muerto por epidemias ideológicas que por las otras. Las ideas han sido, son y probablemente sigan siendo, la causa de muerte más frecuente en el caso de la especie humana.

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