Espacio de crianza. (GettyImages)
Espacio de crianza. (GettyImages)

¿Quién no quiere ser poderoso y que el resto sepa que lo somos, lo que somos capaces de hacer, lo que deseamos, lo que nos corresponde y, eventualmente, lo que no debemos pero nos conviene?

Es natural, en la medida que nuestra supervivencia dependió mucho tiempo de la potencia de nuestras acciones. Nuestro éxito en los tiempos modernos también. Aunque, cuando nos movíamos en grupos pequeños y conocíamos más o menos a todo el mundo, ser buena gente —no en exceso— también importaba.

Grandes ciudades, grandes empresas y gobiernos nacionales significaron ciudadanos y consumidores más bien pasivos frente al poder que abastecía y regulaba las masas, desde lugares opacos y controlando la información en una sola dirección. La amabilidad, la agradabilidad, no era crucial.

Hoy, todos dateados permanentemente con palabras e imágenes, registramos ademanes, juzgamos intenciones, atribuimos buena o mala entraña. Queremos ver caras, además de mandatos, acciones y resultados. Sin embargo, muchos —se trate de políticos o gerentes de lo público o privado— olvidan lo anterior y desaparecen del radar, ejercen su poder desde lejos, ocultos, inescrutables.

Justa o injustamente, incluso cuando sus decisiones podrían ser buenas, son percibidos como fríos, desalmados. Si, además, quienes hablan por ellos no sintonizan, no son amables, tienen asegurado el maleficio de la duda. En caso de conflicto, quienes observan siempre se van a poner del lado contrario. Y si se equivocan o pierden poder, van a ser juzgados sin misericordia.