(ElComercio)
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“¿Extrañas a tus padres?” —están de viaje—, pregunté a un chico de 15. “No mucho”, me dijo. “Basta prender la luz del cuarto donde papá trabaja y activar el televisor en el dormitorio de mamá”.

Todos hemos esperado con ansiedad el momento en que nos quedábamos solos por unos días en casa, reyes por un lapso del gran territorio familiar y quizá descubridores de algunos misterios ocultos. Pero nos damos cuenta de la diferencia y esperamos el retorno a la normalidad.

En este caso se trata de una luz y un ruido que terminan por simbolizar la función y el espacio de los padres. Pero ni los progenitores pueden servirle ni él puede aprovecharlos. Se apagan y se prenden mutuamente, pero nunca se conectan, y los desencuentros son permanentes, las incomprensiones frecuentes y, sobre todo, la constante insatisfacción y sentimiento de ser traicionado por parte de todos.

El adolescente solitario. El que parece adulto y es tratado como tal, pero que no lo es. El que quiere encontrar adultos consistentes que toleren sus impaciencias y críticas sin tomar las cosas de manera personal, pero sepan poner límites y orden con firmeza. El que quiere que se enteren de sus inseguridades sin perder la cara y que lo sigan de cerca y le permitan explorar el mundo y asumir una identidad.

No es solamente cuestión de presencia física. Es cuestión de disponibilidad y tiempo, desgraciadamente recursos muy escasos, casi bienes preciosos. La culpa no la tienen, por lo menos no principalmente, la televisión o la computadora, sino nosotros mismos que no podemos darnos, ofrecernos, brindarnos a los otros, entre ellos nuestros hijos, para establecer alianzas que permitan enfrentar la vida.

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