Son alrededor de 70 ejecutivos, profesionales de disciplinas variadas, buena parte de ellos provincianos, reunidos para un taller sobre habilidades blandas. Les pido que ordenen 8 factores según la importancia que tienen para definir el éxito en la vida. El resultado, de más a menos peso: familia, capacidad, personalidad, mentor, contactos, colegio, suerte y el Estado.

Entre lo más determinante y lo irrelevante, está el individuo y sus atributos, los pares y maestros y el azar. Pero son los extremos los que me parecen sintomáticos de cómo sentimos la vida los peruanos: ¡la familia es tanto y el Estado tan poco!, ¡qué solos que estamos!

Sí, claro, sustentados en los vínculos de sangre, dentro de nuestras tribus queridas, la parentela y el núcleo íntimo, nos batimos contra el mundo en una selva donde todos son extraños cuyos triunfos y logros se hacen a costa nuestra, gracias a apoyos injustos o indebidos, desde esa torre de mando lejana en la cual se han colado otras familias.

Es que no existe un terreno sentido como de todos —está alquilado, secuestrado o infiltrado por algún clan, algún club de hermanitos— administrado imparcialmente para dar lo que corresponde a cualquiera, sí, a cualquiera, a sola presentación de un número, el DNI, que es único e irrepetible, pero por otro lado igual que el resto.

No existe una administración sensible a las diferencias producidas por el azar, que puede neutralizarlas o compensarlas y que busca regular la deseable competencia, creatividad, innovación y ambición para lograr un campo de juego parejo, seguro y abierto.

La familia omnipresente y el Estado inexistente, más bien inservible, se conjuran para producir un espacio social lleno de iniciativa, pero incapacidad para alegrarse por los éxitos ajenos, en el que el conjunto se agita vibrantemente, pero no avanza, y que termina por engendrar algo profundamente frustrante: un individualismo colectivista.

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