Espacio de crianza (Getty Images)
Espacio de crianza (Getty Images)

De repente feo, luego de muchos años en los que no te importaba tu apariencia, que era territorio de tu mamá, quien además te decía que eras hermoso. Aparecen pelos en sitios inesperados, algunos de los cuales te piden elimines. O puntitos que conviven con los pelitos pero que no puedes eliminar. Y esos olores que despide tu cuerpo y las rutinas que te exigen sigas con inmersiones frecuentes en un líquido que antes solo servía para quitar la sed y la aplicación de otros con fragancias incomprensibles. La voz que se te quiebra, cuando cantas, o peor, cuando expones, lo que se vuelve un ejercicio escolar frecuente.

Para no hablar de un ánimo que puede yacer en simas insondables, para elevarse, minutos después, hasta alturas tibetanas, lo que termina en una mente presa de remolinos. ¿Es por una nota insuficiente, por no tener la última versión de algún electrónico, porque reboté en un intento de ser gracioso? Todas las anteriores, ninguna de las anteriores.

Y a pesar del miedo y la confusión, sobre todo el descontento conmigo mismo, de las ganas de no estar ahora y de volver a ayer y la ilusión de comerme el mundo pasado mañana, de mi deseo de seguridad, desobedezco, buceo en mis sábanas con mi celular.

Para no referirme a esas situaciones insoportables cuando uno de mis padres me llama y me habla de lo que hacen chicas y chicos, de tomar licor, de que uno debe saber tomar decisiones para no destruir nuestras vidas futuras.

Todo eso cuando aún no tienes 16 y ya no tienes 10, cuando te sienten y te sientes como un extraterrestre. ¿Por qué nadie de los que sobrevivió parece recordar esos momentos? Uff.

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