(Getty)
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Antes existía un servicio llamado una palabra al día, que hacía llegar cotidianamente a sus suscriptores la historia de un término. Historias maravillosas y sorprendentes las de esos sonidos tan especiales que son moneda de cambio entre personas al mismo tiempo que habitan y dan forma al mundo interno de los humanos.

La Real Academia Española proporciona ayuda para quienes no estamos seguros a la hora de usar las palabras de nuestra lengua materna. Significados, conjugaciones, convergencia —o no— de lo políticamente correcto y lo lingüísticamente canónico, entre otras cosas, son materia de aclaración y prescripción.

Pero el lenguaje, más allá de su normatividad, palpita y se usa sin necesidad de permisos ni licencias.

Basta revisar las redes sociales para toparnos con mutaciones, algunas de las cuales, como ocurre, de paso, en la evolución de las especies, se consolidan y terminan colándose en diccionarios de abolengo.

Aunque todos los usuarios de un lenguaje tenemos nuestro lado conservador y normativo —hay expresiones sencillamente inaceptables, que procedemos a corregir sin contemplaciones, es nuestra parte editora—, muchas veces privilegiamos la contundencia, la eficacia, la sorpresa y nos convertimos en creadores.

Algunos somos más editores, otros más creadores, difícilmente solo uno u otro, pero saber en qué circunstancias uno es más adecuado que otro es importante en algunos quehaceres, sobre todo los que tratan con el crecimiento de las personas. Enseñar a alumnos, criar hijos, gobernar ciudadanos fluyen mejor cuando corregir y soltar conviven de manera creativa.

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