Edad media. (Getty)
Edad media. (Getty)

Cuando el horizonte laboral y profesional está bastante definido, la relación de pareja superó la comezón del séptimo año, los chicos navegan la educación secundaria, anclado geográficamente en un barrio de la ciudad, se abre un momento de balances. Hay, las estadísticas de expectativa de vida lo confirman, si no media una desgracia, décadas por delante.

Sin embargo, al mismo tiempo que se puede contar medallas, revisar activos y admirar patrimonio, queda claro que algunas rutas ya no serán recorridas, varios sueños no serán cumplidos y la convicción de que todo es posible pertenece a una juventud que, además, queda desmentida por el peso, la circunferencia a la altura de la cintura y la falta de aire a la hora de esfuerzos intensos.

¿Proyectos? Claro que los hay, pero, al mismo tiempo, se instala la pesada sensación de que no traen nada especialmente nuevo. El deseo, la expectativa, el trabajo sostenido, la táctica y la estrategia, y luego el desenlace que pone en el pasado, como un expediente archivado y algo de nostalgia, lo que quiera que se haya obtenido. Y a recomenzar en medio de un cierto vacío y harto déjà vu. Concluir, avanzar un paso más, es cambiar la satisfacción diferida y el éxito futuro por lo ya logrado envuelto en desmotivación y aburrimiento.

En eso consiste la famosa crisis de mediana edad: vivir el vacío de lo cotidiano, sabiendo que no se va a colmar con llegadas a la meta adicionales.
Pero quizá el remedio tiene que ver con cambiar el énfasis y ponerlo en actividades que no concluyen, que no son proyectos: criar hijos, acompañar nietos, gozar conversaciones con amigos, escuchar música, leer, caminar, correr, todos y hay muchos otros para otros gustos, procesos que se renuevan y se sostienen en el aquí y el ahora, que es donde mejor se conjugan placer, saber y poder.