Despacito
Despacito

¿Es una hoja mecida por el viento o una mariposa revoloteando? No es una pregunta que nos hacemos muy seguido. ¿Porque somos poco espirituales, nada románticos e insensibles? No necesariamente. Es porque estamos demasiado apurados, quizá —irónicamente— tomando incesantemente fotos de nuestro entorno o de nosotros mismos; viendo uno tras otro los capítulos de la última serie; o recorriendo los anaqueles de alguna gran tienda.

Es la mente en versión procesamiento instantáneo. Digamos que el celular es a nuestro cerebro y nuestra mirada lo que el microondas a la gastronomía. Es cierto que el tiempo vale oro y que usarlo con eficacia es un valor respetable, un ejercicio razonable. Que tampoco es lo mismo que registrar la realidad velozmente para luego difundirla como si fuéramos curadores al paso de un museo itinerante que compite con infinidad de otros.

¿Y si practicamos editar con el ojo del espíritu antes de pasar a la acción, si entrenamos la capacidad de observar y entender, si afinamos la habilidad de establecer espacios entre los puntos del camino, vale decir, ir despacio, fijándonos en lo que dura y cómo dura?

No es un llamado a la contemplación monástica, tampoco a la renuncia principista a Facebook, Instagram, Twitter, WhatsApp, TikTok u otros espacios que nos enredan socialmente. ¿Tienen su gracia y hasta utilidad? ¡Claro que sí!

Es, más bien, una incitación a valorar la pausa, la reflexión, el uso de la mente para elaborar y construir, no solo grabar, la posibilidad de saborear intelectualmente y no solo tragar sensorialmente, la utilidad de conversar con uno mismo y los demás, y no solamente impactar.

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