"El fuego, entre muchas otras cosas, generó espacios y tiempos en los que lo colectivo y el ocio, alrededor de una fogata, nos permitieron pasar de la comunicación pragmática al relato y la conversación".
"El fuego, entre muchas otras cosas, generó espacios y tiempos en los que lo colectivo y el ocio, alrededor de una fogata, nos permitieron pasar de la comunicación pragmática al relato y la conversación".

Si hubo una revolución tecnológica que nos hizo sapiens, fue el control del fuego. Entre muchas otras cosas, generó espacios y tiempos en los que lo colectivo y el ocio, alrededor de una fogata, nos permitieron pasar de la comunicación pragmática al relato y la conversación. No es casual que hogar venga de fuego.

Lo que nos diferencia —mayor o menor fuerza, hembra o macho, viejo o joven—, sin perder relevancia, no evitaba dar vueltas juntos a través de la palabra, pasar revista a lo que había ocurrido durante el día, explicar, fantasear públicamente, ir a los orígenes de todo y tomar decisiones. Digamos que era la ecología de la conversación.

Claro, era un mundo estrecho, con pocas alternativas y opciones muy concretas. Probablemente, las decisiones no consistían en la imposición unilateral de un líder delegado por dioses o electores, pero tampoco eran el producto de una votación; se desprendían de una deliberación que buscaba el consenso.

El tema central cuando hay que optar por un curso de acción grupal — que se trate de nuestros ancestros, la sobremesa familiar, un consejo de ministros o un directorio corporativo— es balancear la competencia y la cooperación; evitar, dentro de esa dinámica, el fraccionamiento y el pensamiento único.

En efecto, lo que algunos llaman el pensamiento melcocha —groupthink— lleva a que el más asertivo y convincente —que puede terminar como líder autoritario— genera una presión hacia la conformidad y la adhesión, lo que reduce el rango de escenarios analizados y lleva a errores catastróficos para el grupo.

O el enfrentamiento irreconciliable, el choque de voluntades iluminadas, el paso de la confrontación de ideas y opciones a egos en campaña que luchan por imponerse, termina en el caos o la generación de sectas que cada una se va por su lado.

En ambos casos el grupo pierde identidad y sentido. Pero volvamos al consenso, un concepto que hoy vemos con desconfianza cuando no desprecio, dada la polarización que nos caracteriza: consensuar es traicionar, no ser ni chicha ni limonada.

En la deliberación consensual todos expresan sus ideas, todos son escuchados. Lo importante es lo que se dice, no quien lo dice. Cuando los ánimos se caldean, se decide un cuarto intermedio, una suerte de recreo. Y la cosa continúa, la deliberación se mantiene. Hasta que todos están de acuerdo. No hay votación, tampoco debate en el sentido de esos torneos de brillantez argumentativa en los que comenzamos a entrenar a nuestros niños desde temprano. Por lo tanto, no hay ganadores ni perdedores. Eso sí, el grupo y quienes lo integran asumen la responsabilidad de las consecuencias.

Lo anterior asegura lealtad y pertenencia, la seguridad de que en el futuro vamos a volver a colaborar, no para encontrar la verdad, sino formas razonables de hacer las cosas.