Roberto Lerner: La ansiedad en el camino. (Getty Images)
Roberto Lerner: La ansiedad en el camino. (Getty Images)

¿En qué momento nos damos cuenta de que el tiempo va en una sola dirección, de que el curso de la vida es irreversible? En sociedades que tienen banda ancha de socialización —uno puede estudiar antes de procrear, o al revés; dentro de ciertos límites, se puede cambiar de trabajo; o casarse más de una vez, etc.— eso ocurre hacia los 25 años.

No es casual que sea, más o menos, a esa edad que, súbitamente, nos confrontamos con que muchos famosos —deportistas, artistas, criminales, científicos, políticos— nacieron el mismo año que nosotros, o son menores.

¡Cuando meses antes aún asumíamos que quienes estaban en la cima siempre eran nuestros mayores! Entonces, los años se aceleran y pareciera que estamos compitiendo en una disciplina, una de muchas, y que no podemos, que ya no podemos, que ya no podremos, pasar a otra. Somos conscientes de que, en la vida, los grados de libertad se van reduciendo. Es lo que antes se llamaba crisis de mediana edad, solo que ahora ocurre, o se vive un anticipo de ella, cuando estamos, en el caso del Perú, en un tercio de lo que esperamos vivir en promedio.

Quince años más tarde, cuando las arrugas aparecen junto con hijos que afirman, sobre todo ahora, su poder físico y autonomía, y parecen tener al frente opciones ilimitadas, el sentimiento de estar atados a un futuro que no se puede cambiar se agudiza y puede hacerse agobiante.

¿Qué hacer frente al arrepentimiento, la nostalgia, la envidia y la ansiedad que provoca lo hecho, lo no hecho, lo que no se va a hacer? Pues amar la vida con pasión y sentido del humor, agradecer estar en ella, apreciar lo que contiene —producto, justamente, de lo que hicimos y lo que dejamos de hacer— y, si se puede, volver a enamorarse.