Nadie ha visto aparearse a una anguila, tampoco desovar, ni a una cría. Sabemos que luego de 20 años en ríos, se internan en el mar y asumimos que los gusanillos transparentes que regresan al agua dulce son descendientes de los adultos que en los Sargazos, luego de una escala en las Azores, se reprodujeron en una asamblea extraordinaria antes de morir.

Son extraños esos peces que deleitan tantos paladares: su sexo depende de la salinidad del agua. En 1876, un joven investigador de 20 años disecó unos 400 ejemplares en un instituto a orillas del Adriático, sin poder encontrar testículos. No deja de ser irónico que el frustrado científico era Sigmund Freud.

Hay una especie de cigarra en los bosques de América del Norte cuyos individuos pasan 17 años bajo tierra, succionando las raíces de los árboles. Y en mayo salen a la superficie por millones cantando su amor para conseguir pareja. Dicen que el ruido es tal, que los que viven por esos lares deben mudarse por el tiempo que dura el concierto.

Luego de seis semanas de locura reproductiva, todos los participantes mueren, los huevos eclosionan y las futuras cigarras se internan en el subsuelo para enlazarse con alguna raíz y alimentarse de ella. El bosque tendrá 17 —de paso, un número primo— años de descanso, hasta el próximo barullo.

Recorridos de miles de kilómetros a lo largo de años, precisos y extraños periodos de hibernación, orgías de sexualidad y muerte, la naturaleza nos sigue ofreciendo misterios alrededor del comienzo y el final. Deberíamos poder compartirlos en nuestras conversaciones en familia, como los mitos de antaño.

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