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Durante mi estadía en Israel murió un hombre extraordinario. Amos Oz se fue a los 79 años. El consagrado escritor se apagó rodeado de su familia el 28 de diciembre. Candidato frecuente al Nobel, recibió otros múltiples reconocimientos, tanto a su obra literaria como a su terca tolerancia en una región del mundo en la que brilla por su ausencia.

En Una historia de amor y oscuridad, Oz relata la historia de su vida en el contexto de la familia Klausner –su apellido original–, atravesada por la aventura sionista y unas raíces europeas poderosas que generaron nostalgia y ambivalencia —sus padres hablaban y leían en 8 idiomas, pero con él se comunicaban solamente en hebreo—; el contexto del país en el que nació el hijo y nieto de inmigrantes, y sus realidades contradictorias: Jerusalén, Tel Aviv, el kibbutz Hulda, las guerras; y la tragedia que significó una madre que se suicidó cuando él tenía 12 años. Todo un enorme rompecabezas cuyas piezas debió ensamblar, lo que lo volvió novelista.

Pero Oz fue un cronista armado de libreta de apuntes y lapicero. En Aquí y allá en la tierra de Israel (traducción mía), en 1983 auscultó a todos los actores de un país que no era precisamente el que sus ancestros inmigrantes habían fundado: soldados, religiosos, seculares, inmigrantes modernos, palestinos, colonos en territorios disputados, fanáticos, derechistas e izquierdistas. Y sin juzgar a ninguno —no obstante ser un pacifista que propugnaba la coexistencia de dos estados— hace vivir pasado, presente y futuro de una realidad endiabladamente compleja.

Se ha apagado una mente abierta y una voz apasionada y tolerante que va a hacer mucha falta.

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