(USI)
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Habíamos quedado en revisar una lista de recursos para iniciar la búsqueda de un nuevo trabajo. El mercado laboral está muy duro y como que uno tiene temor de no encajar en ninguna organización. En esos casos sirve hacer un mapa de contactos, ventajas y otros datos que conforman nuestra red de soporte.

Pero se impone el relato de un buen fin de semana que terminó mal. Al final, varias experiencias bonitas cuajaron en un sentimiento devastador: ¿por qué razón no tengo yo aquello que otros exhiben y dentro de lo que fluyen alegremente? Un matrimonio me recordó que estoy en plan de convivencia y aún no formalizo mi vínculo sentimental, ese desayuno en casa de los padres de mi pareja remitió a mi familia poco estructurada y desunida, la comida en el departamento de unos amigos apuntó a que está lejos la concreción de un patrimonio.

Pensé en un almacén. El que contiene todo aquello que no poseemos, que nos falta; que agolpa carencias, deseos insatisfechos y la vasta gama de vacíos que incitan nuestras envidias. Está mucho más poblado que cualquier otro, inacabable, un laberinto borgiano en el que es muy fácil deambular y perderse. Una suerte de biblioteca de todos los libros que no hemos leído.
El almacén de lo que no tenemos existe en toda mente. Es inevitable visitarlo cuando se hacen balances, cuando el color verde tiñe nuestros sentimientos, tenerlo presente cuando salimos de safari en nuestras fantasías. Acicatea, motiva.

Pero es peligroso convertirlo en nuestro referente y obsesionarnos con sus recovecos, convertirnos en sus guardianes y administradores, invertir demasiadas energías en hacer su inventario y ponerlo permanentemente al día. En esos casos nos podemos convertir en reyes de un territorio inacabable al mismo tiempo que prisioneros y rehenes. Y olvidar que hay un lugar más pequeño, con menos ítems, más modesto —el de nuestros recursos, virtudes, defectos, patrimonios materiales y riquezas afectivas— que es donde realmente se juegan nuestras vidas.

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