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Converso con una jovencita de 17. Me cuenta que está sosteniendo una relación prometedora con un chico a través de una de las tantas plataformas que hoy nos ponen cara a cara a través de enormes distancias. En un mundo en el que no pocas parejas se han conocido así, no puede llamar la atención.

Es culta, interesada por el arte y la literatura. No le es fácil adaptarse a nuestro país mientras dura el trabajo de su padre. Escribe poesía. Le pregunto si el joven con el que habla comparte sus intereses. “Sí, le encanta escribirme cartas”, añade. “¿Sus emails son largos?”, inquiero. “Cartas”, lo dice dos veces, “a mano y en papel, no correos electrónicos, cartas que viajan en un avión y son repartidas por carteros”, especifica.

Y me hace un recuento de las idas y venidas epistolares, de lo que significa mover la muñeca al ritmo de los sentimientos y las ideas, viendo cómo se dibujan las letras y las palabras sobre el lienzo cuya textura se palpa. De la manera en que dudas y nudos afectivos quedan registrados en borrones, surcos, grosores, agolpamientos, como si fueran un texto paralelo que es delicioso reconstruir. Del placer expectante mientras la carta hace su camino y uno la acompaña mentalmente con respuestas alternativas, arrepentimientos, fantasías y reflexiones. Nada que ver con ya lo vio, pero no me responde.

Yo me pierdo en remembranzas de vivencias pasadas, ecos que uno ya no escucha mientras se entretejen los vínculos relevantes.

Cuando, unas horas más tarde, me encuentro frente a una pareja que pasa por un momento difícil, se me ocurre proponerles que se escriban alrededor de los temas y sentimientos conflictivos, que lo hagan con bolígrafo y papel, y que se envíen las misivas por el servicio postal. Me miran sorprendidos, se miran sonrientes y quedan en que lo harán. Quizá no sea mala idea, ni para ellos ni para el resto.

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