Epifanías quemantes
Epifanías quemantes

Todas mis novelas se han inspirado en hechos de mi propia vida, lo que, por supuesto, no supone que cuenten fielmente mi vida, sino que, a partir de ella, de dos o tres imágenes chispeantes que sirven como fogonazos o gatillazos, empieza a urdirse una trama más o menos ficticia, bastante mentirosa, harto exagerada, que termina alejándose de mi propia vida. Pero el principio, la foto inicial, la escena fundacional, remite a mi biografía.

Los recuerdos que dieron origen a “No se lo digas a nadie” fueron los siguientes: un padre machista lleva a su hijo delicado a un burdel, el hijo fracasa ante la prostituta, no consigue una erección, y le ruega que le guarde el secreto; el padre, coleccionista de armas, cazador de animales, lleva a su hijo de cacería a lomo de mula, y cuando un venado se pone a tiro, conmina a su hijo a dispararle, pero el hijo no es capaz de disparar, no puede matar al venado; el padre reta a su hijo a una pelea de box y le da una paliza; el padre atropella a un hombre y no se detiene a auxiliarlo.

“Fue ayer y no me acuerdo” se originó en estas remembranzas: un joven adicto a la cocaína llama por teléfono a su padre, de madrugada, incapaz de dormir, tenso por la cocaína, y le dice que se va a matar esa noche, y el padre le dice que por favor no llame a esas horas inoportunas y cuelga el teléfono; el joven intenta suicidarse tomando pastillas en un hotel, pero despierta en casa de un amigo, que lo ha rescatado; el joven se enamora de un amigo, y este lo rechaza; el joven aspira tanta cocaína que pasa noches enteras sin dormir y en una fiesta pinta en la pared “fue ayer y no me acuerdo”; el joven sale a buscar cocaína en pleno toque de queda, agitando un calzoncillo como bandera blanca.

“Los últimos días de La Prensa” se encendió de estas brasas ardientes: un joven reportero vive en casa de sus abuelos; el abuelo fue un hacendado próspero al que un dictador le confiscó sus tierras; el abuelo manda cartas al director del periódico donde trabaja su nieto, exigiendo que le devuelvan sus tierras; el director publica las cartas; el abuelo se presenta en el periódico y confronta a voz en cuello al director; el abuelo apedrea una parroquia, harto de que el cardenal defienda la reforma agraria que le robó sus tierras.

“La noche es virgen” partió de una noche sicalíptica: un joven famoso porque sale en la televisión va a un bar, se enamora del cantante que lleva un pantalón de cuero, toman cocaína y hacen el amor en el apartamento deshabitado, apenas con alfombras, del joven famoso; el famoso invita al rockero a su programa, lo entrevista y el rockero canta; el famoso se sorprende llorando porque el rockero lo deja para irse con una chica.

Los primeros destellos que iluminaron “Yo amo a mi mami” fueron estos: un niño está prohibido de entrar en los cuartos del servicio doméstico, pero ingresa y descubre un mundo secreto que desea conocer, el de su nana, su cocinera, el jardinero, el chofer; el niño se enamora de una niña pecosa, y osa darle un beso; el niño tiene un tío gay y un tío comunista, prohibidos de visitar su casa, porque su padre es homofóbico y anticomunista; la niña pecosa se muda con sus padres al extranjero y el niño y su madre van al aeropuerto a despedirlos, sollozando; el niño sueña con ir a Disney y el sueño va a cumplirse en circunstancias aciagas, porque una empleada, que era como su madre, fallece.

“Los amigos que perdí” se me apareció de noche: un hombre, que tiene éxito en la televisión y vive en un caserón con piscina, se siente solo y quiere recuperar a sus amigos, pero ya no es posible, ellos se han alejado, se sienten traicionados, él ha publicado libros vampirizándolos, convirtiéndolos en personajes literarios, y ellos no quieren saber más de él, y por eso les escribe para recuperarlos en el territorio de la imaginación.

Una tarde me encontraba en mi casa cuando sonó el teléfono. Era mi esposa, desde Lima. Me había llamado antes, ahora se había activado accidentalmente su celular. Sin saber que yo estaba oyéndola, ella hablaba con mi hermano. Eran íntimos amigos, salían en las revistas, trabajaban juntos. Los escuché hablar sin que lo supieran. Fue tremendo. En ese momento comprendí que debía escribir “La mujer de mi hermano”. Yo sería el esposo apático que no se follaba a su mujer. Mi hermano sería el amante brioso que se acostaba con ella para salvar el honor de la familia. De no haber sonado el teléfono, no existiría aquella novela.

“El huracán lleva tu nombre” se fundó en tres circunstancias: un hombre y su novia están en un apartamento frente al mar, en Miami, y se anuncia el paso de un huracán, y se niegan a evacuar, deciden quedarse, plantarle cara al huracán, que hace estropicios y los obliga a mudarse a Washington, manejando un camión alquilado; en Washington la mujer queda embarazada, y él le pide que aborte, y van una mañana a abortar, y unos manifestantes religiosos los insultan, y ella se va con el médico y luego sale llorando, diciendo que no pudo abortar; la mujer da a luz, y su novio está allí, a su lado, confortándola.

Lo que me precipitó a escribir “Y de repente, un ángel” fue la noticia de que mi padre estaba muriéndose, y yo no sabía si viajar para despedirme de él, y los relatos de la nana de mis hijas, quien me contó que su madre, por pobre, la vendió cuando era niña a la familia de un coronel, y nunca más la vio. Me dije: la nana tiene que encontrar a su madre y yo tengo que despedirme de mi padre, pero como no podía hacer esas cosas, decidí escribirlas, fabularlas.
“El canalla sentimental” se escribió semanalmente, por entregas, y fue publicada en algunos diarios de América, y luego reunida en un libro. La escena que más recuerdo es esta: un escritor vive en Buenos Aires, no confía en los bancos, ahorra sus dólares escondiéndolos en calcetines gruesos, un día lleva su ropa sucia al lavadero del barrio y olvida sacar los dólares, que desaparecen, y él no sabe si los lavaron junto con sus medias, o si el empleado del lavadero se los robó.

Un hombre se vuelve hippie, enciende una fogata, quema sus documentos de identidad, regala su auto a su mejor amigo, abandona a su mujer y sus hijos y se va a vivir a las montañas como un anacoreta; entretanto, un hombre cojo, pistolero, persigue en moto al autobús escolar lleno de adolescentes lindas, y el cojo cae de la moto, y una chica linda baja a socorrerlo: esas dos epifanías quemantes dieron lugar a “El cojo y el loco”.

Luego escribí una trilogía, “Morirás mañana”, en la que un escritor, víctima de una enfermedad terminal, va matando a sus enemigos; una novela, “La lluvia del tiempo”, sobre un candidato presidencial que niega a su hija biológica; y una novelita triste, “El niño terrible y la escritora maldita”, contando cómo era feliz con una mujer de la que me había enamorado y, al mismo tiempo, infeliz porque mis hijas no querían verme.

Sobre el amigo “Pecho Frío”, solo diré que todo se originó hace años, en Barcelona, cuando me llevaron a un programa carnavalesco de televisión, y uno de sus animadores me dio un beso en la boca, beso que supe corresponder. Ese beso tuvo unos efectos sísmicos en mi vida familiar y profesional, y desde entonces malicié la idea de escribir “Pecho Frío”.

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