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Entre el escrache y la boludez

"La agresión digital es anónima y en mancha, según el principio freudiano de que el individuo en masa se atreve a hacer cosas que jamás haría solo”.

Imagen
(Midjourney/Perú21)
Fecha Actualización

La argentinidad produce maravillas y espantos, decía Borges [1]. Maravilla es la expresión boludo, que, en su origen, se refiere a los valientes gauchos boleadores que se ponían en la primera línea de batalla como voluntaria carne de cañón. Sin embargo, su significado actual remite a la condición de estupidez silvestre, aunque vista con más ternura que reprobación.

Otro argentinismo punzocortante es el escrache: acto punitivo ciudadano que busca humillar públicamente a una persona repudiable. Viene del italiano ‘schiacciare’ (aplastar, machacar). Nace como evento a mediados de los noventa contra un adversario feroz y criminal, la sangrienta dictadura militar argentina.

No debe confundirse dicha corajuda sanción social con los eventos cerveceros en La Noche. La congresista Chirinos practica como estilo y doctrina política la chabacanería grandilocuente. Sus agresores correspondieron en los mismos términos; allá quien considere que lanzar un vaso a una multitud amerite el empleo. Pero requiere fantasía entender ese suceso barranquino como gesta cívica. Está más próximo a los terrenos de la boludez.

La diferencia es abismal. La dictadura argentina, no contenta con desaparecer a 30 mil personas, secuestró a sus hijos para repartirlos entre los asesinos de sus padres. El agravante fue que sucesivas amnistías libraron de responder ante la ley a los perpetradores de esta bestialidad.

A mediados de los noventa, una sobreviviente de un centro de detención de esa época reconoció a Jorge Luis Magnacco, quien se encargaba de los partos de las detenidas para luego apropiarse de los bebés. El sujeto, amnistiado, trabaja en un hospital. Colgaron sus fotos en todo el barrio hasta que fue despedido. El lema era “si no hay justicia, el país será su cárcel”. Nacía el primero de una serie de escraches en contra de asesinos mansamente perdonados.

Las formas del escrache argentino llegaron al Perú a partir de la amnistía del Congreso fujimorista a los militares implicados en la violación de derechos humanos, año 1996. El inacabable Víctor Delfín, quien sigue teniendo hijos pasados los 80 años, se ocupó de alimentar la protesta con un simbolismo doméstico y gravitación cultural que los partidos políticos habían perdido. Delfín hizo muñequitos de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos vestidos a rayas que venían encerrados dentro de una jaula de canarios. No existían aún las redes sociales, pero se viralizaron.

El fraude fujimorista del año 2000 alimentó aún más la indignación, formándose el colectivo de Lava la Bandera, que, premunido de significativo jabón Bolívar, procedía a la higiene bicolor en la Plaza de Armas. Los desalojaban un día sí y un día no a palazos y gases lacrimógenos. En Caretas, que estaba enfrente, les guardábamos sus bateas, jabones y banderas para repetir el mismo ciclo al día siguiente. Un gota a gota cívico.

La revelación de los vladivideos finalmente hizo implotar al régimen. Un día el presidente interino Valentín Paniagua recibió en Palacio a los lavanderos de la Plaza de Armas. Estos le entregaron una bandera recién lavada y cosida, representativa de una dignidad recuperada. Esa bandera, trágicamente, sería vuelta a ensuciar por Odebrecht, Villarán, Toledo, etc., y la maldición bíblica que nos persigue.

La disrupción de Internet y las redes sociales han banalizado el escrache, transformándolo en cancelación y linchamiento digital cotidiano. La agresión digital es anónima y en mancha, según el principio freudiano de que el individuo en masa se atreve a hacer cosas que jamás haría solo. Destruirle la vida a alguien se ha convertido en grotesco prestigio social y fuente de goce, mientras que la lapidación efectista ha sustituido el debate de temas urgentes. Verse el ombligo es más importante y da más likes.

Uno de los problemas de la cancelación es que su sanción es tan efímera como el algoritmo que la gobierna, patrocinando la Ley del Talión como remedo de justicia. Validar la gritadera alcoholizada de La Noche es abrirles la puerta a próximas y execrables retaliaciones de La Resistencia que serán presentadas con análoga demagogia heroica. Y así, ad nauseam, con cada bando sustentando su superioridad según quien mejor insulte.

No tenemos educación cívica digital. No tenemos educación cívica, punto. Por algo hay docentes involucrados en ese asunto de La Noche. Se enseña cómo generar tendencias y crear contenido influyente, pero no se enseña cómo ser persona. Peor aún en un país donde hasta los microbios se acojudan: una noche de copas se confunde con la toma de la Bastilla.

Aún acojudados, hasta los microbios se dan cuenta: si de lo que se trata es de escrachar a personajes realmente perniciosos, sobran los candidatos. Alberto Fujimori fue sentenciado por autoría mediata en asesinato y recibe pensión vitalicia. Antauro Humala, sentenciado por homicidio simple y secuestro, protagoniza encuestas. Martín Vizcarra, vacado por incapacidad moral y sindicado por la muerte de más de 250 mil personas durante la pandemia por su trasiego con las vacunas, es una estrella del TikTok.

Cuando la gente se encuentra en la calle con ellos, les piden selfies. El mal chiste se cuenta solo.

[1] No nos une el amor sino el espanto; será por eso que te quiero tanto. (“Buenos Aires”, J.L. Borges). 

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