(Getty Images)
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Más de una vez, algún trémulo me ha advertido “no escribas eso, que te van a atacar en las redes sociales”. ¡A mí qué xxxxxx las redes! No participo en ellas. Umberto Eco las definió perfectamente como aquel borracho ignorante del pueblo al que le han dado demasiada importancia. Antes solo leía los tuits sobre mí. Ahora casi ni eso: más provechoso me es escuchar el ulular de los monos. El 90% son insultos y disparates, lo que confirmaría la escala mundial de Lynn & Vanhanen, donde nuestro IQ promedio nacional es de 85 puntos, debajo de los 90 puntos que inician el “promedio” en inteligencia (por lo menos superamos a Colombia y Venezuela. Uruguay es el primer latinoamericano: 96. Italia en Occidente: 102).

El maestro Félix de Azúa escribió ayer en El País: “Me he preguntado a veces cómo es posible que mucha gente se tome en serio los mensajes digitales, el mundo de las redes y toda esa parafernalia. ¿Cómo puede ser que políticos y redactores reaccionen como menores de edad ante la basura telemática? Es evidente que la mayor parte de esos mensajes, si no fueron producidos por esbirros rusos al servicio del caos o por clérigos al servicio de los separatistas, son infames venganzas de gente impotente. ¿Por qué entonces concederles nuestro muy escaso tiempo? Y sin embargo sabemos con qué terror retroceden los responsables públicos ante ellos y cómo los periodistas afirman una y otra vez que ‘la red arde con furiosas reacciones’.

¿Por qué las leen? Pues bien, una posible explicación es la sacralidad del soporte. A día de hoy es difícil que alguien crea en ‘la verdad’ de una fotografía, tan fácil es falsearla. En cambio, la superstición quiere que el nuevo soporte de lo real sea la red electrónica. El soporte es el mensaje y la verdad, hoy, tiene cara de pantalla”.

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