Este horripilante atentado en Barcelona no hace más que reafirmar lo que hace años pienso de los terroristas que atacan en las democracias: no son ya más seres humanos, sino monstruos que han perdido su condición humana por sus abominables actos, que son conscientes y premeditados, no fruto de una pasión o una locura. No son ni siquiera ya animales, pues el animal solo agrede por hambre, miedo, invasión de su territorio o defensa de sus crías. El terrorista lo hace por maldad, que es pura y dura, sea cual sea su coartada (religión, nacionalismo, ideología, lucro, protesta, etc.…). Y así como cada humano tiene derechos, pues correlativamente tiene deberes, cual un reflejo de espejo: no cumples con tu deber de respetar la vida de los demás, pues pierdes el derecho a que los demás respeten tu vida. Un terrorista ha pasado de humano a alimaña (“vocablo de connotación negativa, que se usa para identificar a aquellas especies que son rechazadas en el medio humano, ya sea por su aspecto, nocividad o perjuicio”) y, como toda peste, la única solución es la pena de muerte, pues sus propios hechos nefandos (“dícese de los actos de los que no se puede hablar sin repugnancia u horror”) les convierten en seres que han perdido toda chance de que se les ofrezca arrepentimiento, rehabilitación y reinserción: el mundo estará mucho mejor sin ellos. No se merecen que se gasten ningún esfuerzo, piedad y dinero en ellos: sus actos les han convertido en irredimibles. Siempre he pensado que fuimos demasiado generosos con los senderistas o los emerretistas: la única respuesta debió ser el exterminio automático de cada uno de ellos, como cuando se colgaron a los jerarcas nazis. Y vale esto también para los homicidas: ya el premio nobel Becker probó que la pena de muerte sí disuade.