Los actos de corrupción que vienen azotando al Perú han hecho que la reputación de las empresas esté por los suelos. A raíz de ello, no es de extrañar que hoy sean vistas como codiciosas, egoístas, explotadoras y poco confiables. Incluso, en EE.UU., se repite dicho patrón, puesto que la confianza de los ciudadanos en las grandes empresas cayó de 34% en 1975 a 23% en 2019 (Gallup).

El mito de que “maximizar utilidades a toda costa” es el único propósito de un negocio le ha hecho un enorme daño a la legitimidad de las empresas en la sociedad. Si bien esto ha sido reforzado por la culpa de algunas compañías inescrupulosas, que no dudaron en involucrarse en actos de corrupción, es importante entender cuál es el verdadero propósito de los negocios.

La finalidad de un negocio es mejorar la calidad de vida en la sociedad al proveer bienes y servicios, creando valor a todas las partes involucradas. Esto se debe a que generan un círculo virtuoso de prosperidad al (i) satisfacer las necesidades de los consumidores, (ii) al contratar gente para que satisfaga dichas necesidades, (iii) al demandar bienes a proveedores y (iv) al contribuir con impuestos a las arcas del Estado.

Lamentablemente, el coronavirus nos ha tenido que confinar a una cuarentena nacional para empezar a entender –a la mala– la importancia que tienen las empresas en nuestras vidas; ya sea porque nos permiten acceder sin problemas a alimentos de primera necesidad o porque crean empleos que nos permiten prosperar, los cuales podrían desaparecer si los pequeños empresarios pierden sus negocios.

El COVID-19 está afectando a más de 1.9 millones de mipymes, las cuales sustentan el 60% del empleo en el país. Por ello, es importante empezar a verlas de una vez como el caballo que tira de la carreta y no como el enemigo.