Un mismo hecho, visto desde dos lugares, vivido por dos personas, una madre y su hijo, en la playa.

Él, de 14, se mete al mar. Ya tiene experiencia con tumbos y corrientes. Enfrenta una seguidilla de olas. Capearlas lo hace sentir dueño del mar. Pero son muchas y la seguridad se convierte en preocupación y, luego, pánico.

Ella, en la orilla, mira, orgullosa, a su hijo manejando las olas. Hace no tanto sus baños eran de arena. En eso, se da cuenta de que algo no va. Comienza a gritarle, lo resondra, molesta porque no está haciendo bien su tarea y no sigue sus instrucciones.

Él abre la boca para decirle que ya sale, pero lo único que entra es agua. A pesar de que ella grita como loca, su voz no llega, pero sí ve sus gestos que parecen amenazas. La corriente lo zamaquea y ya no sabe dónde queda arriba, dónde abajo, dónde adentro y dónde el lugar al que quiere llegar.

La cosa termina bien, aunque ambos, más allá del alivio, se sienten molestos. ¿Acaso no todos hemos estado en esos dos lugares, aunque sin agua de por medio?

En la orilla, uno no siempre se da cuenta del miedo y la confusión en las olas. Cree que todo se trata de irresponsabilidad o desconocimiento, y recurre a la reconvención indignada y las instrucciones sabihondas.

En las olas uno no siempre aprecia el compromiso, el cariño, el temor a la desgracia y la impotencia, y asume estar frente a un ejemplo más de desconfianza en sus habilidades, vocación mandona e insensibilidad al esfuerzo.

Entender que eso ocurre inevitablemente en ambos papeles del libreto que actuamos quienes nos queremos mucho, en el curso del desarrollo, ayuda a superar sus riesgos sin bajar la guardia.

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