He eludido escribir sobre Enrique Chirinos Soto por el conflicto y la emoción que llevaba dentro. Así, he esquivado la honestidad de reconocer que se equivocó al acusar a los miembros del Tribunal Constitucional: Rey Terry, Aguirre Roca y Revoredo por declarar inaplicable la ley para la doble reelección de Fujimori. En estricto, ellos resolvieron que esa ley no alcanzaba la categoría de ley, por su efecto unipersonal y que —como tal— no necesitaba de cinco votos para su declaración de inconstitucionalidad, sino de tres, para declararla inaplicable. Esta acusación terminó con la destitución de dichos magistrados en 1997.
Eso estuvo en su “debe”, pero tuvo un “haber” muy grande. Él fue —sin duda— uno de los políticos más influyentes, respetados y reconocidos por su inteligencia, cultura, defensa de la Constitución, gran elocuencia y brillante comunicación de la historia de la República del Perú del siglo XX; además de periodista luchador por las libertades de expresión y pensamiento que sufrió el destierro y la deportación ordenados por el dictador Velasco. Sumado a ello, fue diputado, senador, dos veces constituyente, historiador, abogado, político de elegante discurso, gran polemista y en todas esas facetas, eficaz y sesudo.
Además, fue eximio poeta, declamador y conferencista que le sacaba el alma a su auditorio, sin quitarle la ropa. En fin, necesitaría todo este diario para que entrara mi admiración y afecto por él. Me quedo con mi imagen, la de su sobrino en un auditorio, mirándolo en el estrado, en una conferencia espléndida sobre “Napoleón y Josefina” o con aquella otra imagen, disfrutando en familia de los manjares de su inteligencia y memoria portentosas, en amena sobremesa, llena de anécdotas brillantemente contadas por él y plagadas de su cultura.
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