En 1963, Fernando Belaúnde Terry decretó que cada año debe llevar un nombre oficial. (Foto: Andina)
En 1963, Fernando Belaúnde Terry decretó que cada año debe llevar un nombre oficial. (Foto: Andina)

Lo había dicho Sócrates y lo ha vuelto a recordar el comentarista norteamericano Tucker Carlson en su último libro Ship of fools. Sirviéndose de una metáfora simple, el filósofo plasmó el resultado de una república raptada por bribones y carente de líderes. Los marinos han tomado el mando del barco. Han arrojado por la borda a su capitán, el único adiestrado en el arte de la navegación, y se han desparramado sobre los fardos de la bóveda disfrutando de las viandas que, racionadas de forma eficiente, deberían alcanzar hasta el final de la travesía.

Arriba, en la cubierta, la tripulación ha descorchado las botellas de vino y se tropiezan de la embriaguez. Las velas no han sido izadas y el timón gira como una ruleta de casino. Los pobres pasajeros, ahora se encuentran en el medio de una tempestad y en un barco de tontos.

La evolución de las élites a lo largo de los siglos ha sido, de cierta forma, la historia de la humanidad. Desde el sistema esclavista hasta el capitalista, y por supuesto el comunista, siempre ha sido necesaria la existencia de una clase dirigente para conducir a los Estados a través de los vaivenes imperdonables de nuestra breve historia convulsa.

Los británicos, con sus títulos pomposos y su sistema aristocrático, tomaron las riendas de una isla y la convirtieron en un imperio. Sin aprecio por las clases bajas, súbditos que nunca llegarían a congregarse ni formar parte de esa élite, los aristócratas británicos se sintieron dueños de una responsabilidad patriótica y proyectaron el destino de su nación por años a venir. Por supuesto, sin tener en consideración a los más pobres.

Pero los americanos pulieron la narrativa: no tenías que ser nadie, ni venir de una familia de apellido monárquico. La movilidad social durante gran parte del siglo XX en los EE.UU., fue notable y ayudó a forjar la historia del sueño americano. La élite norteamericana es una mezcolanza de estudiosos, militares, empresarios y políticos tanto demócratas como republicanos, que entienden que la fortaleza de su país proviene de sus instituciones y de burócratas altamente calificados.

El Perú es un país rico, pero carece de los más importante y vital para crecer: calidad humana y hombres de estado. La élite moderna debe entenderse como un grupo de personas, no dotadas de apellidos extranjeros ni de dinero, ni tampoco de falsos próceres, ni mucho menos de argollas sociales o supeditada a una clase social en concreto, sino de compromiso y patriotismo, que cree verdaderamente en una noción de país y en sus gentes. El malentendido proviene de que, para ser un hombre de estado, se requiere llegar a ser Presidente de la República o ministro. Nada podría estar más alejado de la verdad.

La élite moderna y los estadistas deben trabajar detrás de las cortinas, fuera del espectro de las cámaras, ahí donde puedan, en el cargo en que se les ponga y sin esperar réditos ni mieles instantáneas. Desde el sector privado, promoviendo los intereses nacionales y no medrando del Estado, ni de sus proyectos sociales; desde la esfera cultural, llevando el nombre del país y defendiendo nuestras costumbres, ahí donde demande la ocasión; desde la política, asegurando el bienestar de los menos afortunados y proyectando nuestro destino más allá de las próximas elecciones. Un servicio civil ordenado y altamente cualificado es lo que necesita el Perú. Un Estado moderno, requiere una clase dirigente moderna. En definitiva, hombres de estado que puedan ver más allá del cuarto de hora.

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