Jubilado, setenta y dos años, Niño de Guzmán se levanta temprano, toma un desayuno frugal, se asoma a la ventana de su departamento y confirma que su vecino, el doctor Cisneros, no ha arriado la bandera de la nación que, hace semanas, izó y puso a ondear, durante las fiestas patrias. Todos en el apacible vecindario mesocrático han retirado y guardado sus banderas hasta el próximo día de la independencia, pero el doctor Cisneros, por descuido o testarudez, mantiene airosa y flameando la bandera nacional. Niño de Guzmán se indigna al ver desplegada la bandera de su vecino y le dice a su esposa Susana:

-La bandera de Cisneros es un trapo inmundo.

Susana no presta demasiada atención a los regaños de su esposo.

-No te metas –le dice–. No es tu problema. Es su casa, su azotea, su bandera. Si no ha lavado su bandera, es problema suyo.

Niño de Guzmán se exaspera:

-¡No es un problema suyo, es un problema nuestro, de todos los vecinos! ¡Porque ese trapo asqueroso afea el barrio! ¡No tiene derecho a atentar contra el ornato del distrito!

Susana suelta una carcajada burlona, que irrita a Niño de Guzmán:

-¿De qué te ríes, se puede saber?

-De que seas tan viejito para usar la palabra “ornato”.

Furioso, Niño de Guzmán se dirige a un café cercano. A continuación, le escribe una carta al doctor Cisneros:

“Querido doctor:

Su bandera es un trapo inmundo. ¿Cómo tiene el mal gusto de exhibir esa tela asquerosa? Además, las fiestas patrias fueron hace semanas, ya va siendo hora de bajar su bandera y tirarla a la basura. Atentamente,

Un vecino anónimo”.

Niño de Guzmán espera a que caiga la noche para dejar furtivamente la carta en la casa vecina. Es un consultorio de dos pisos, donde el doctor Cisneros recibe a sus pacientes, a quienes cobra cien dólares la hora. Niño de Guzmán es paciente del doctor Cisneros, lo visita todos los jueves. Lo odia. ¿Por qué lo odia? Porque el doctor Cisneros es un hombre de éxito, que gana mucho dinero. También lo odia porque le duele pagarle cien dólares por consulta. ¿Por qué continúa viéndolo, si lo odia? Porque lo necesita: Niño de Guzmán es depresivo, tiene crisis de ansiedad y ataques de pánico, y se vuelve impotente si no toma las pastillas que le prescribe el doctor Cisneros. Niño de Guzmán está mejor gracias al doctor Cisneros, pero no se lo agradece, le guarda rencor, le parece un abusivo, un usurero: ¿cómo puede cobrarme cien dólares por semana, si sabe que soy jubilado y no me sobra la plata?

Esa noche, Niño de Guzmán desliza la carta por debajo de la puerta del consultorio. Luego se ríe con malicia y se siente joven, travieso, lleno de vida.

Lo que no sabe ni imagina Niño de Guzmán es que el doctor Cisneros tiene cámaras de seguridad que lo han grabado. Al día siguiente, el doctor Cisneros lee la carta, suelta una carcajada y comprueba, con la ayuda de las cámaras, la identidad del vecino quejumbroso. Luego decide que castigará la insolencia de su vecino, manteniendo enarbolada y flameando la bandera de la disputa. Que se joda, piensa, voy a dejarla hasta Navidad: ¿desde cuándo Niño de Guzmán es el inspector de higiene y buenas costumbres para decirme que mi bandera está sucia?

Como pasan los días y el doctor Cisneros no retira su bandera, Niño de Guzmán camina a la alcaldía y lo denuncia, pero nadie le hace caso, lo tratan como a un viejito cascarrabias y lo mandan a su casa. Esa tarde, Niño de Guzmán pasa al lado del consultorio, saca un llavero y raya sigilosamente, una y otra vez, la puerta del auto del doctor Cisneros. No sabes con quién te has metido, piensa: esta guerra la voy a pelear hasta el final. Mientras deja las marcas de su odio en la carrocería, ignora, vuelve a ignorar, que las cámaras de seguridad están pillándolo en falta.

Sabiamente, el doctor Cisneros decide no tomar represalias contra Niño de Guzmán. Está enfermo, es un hombre desdichado, no tiene vida, necesita odiarme, piensa. Debe de estar mal medicado, voy a considerar darle otras pastillas más potentes, que rebajen su ira contra el mundo, razona. No me odia a mí, ni a mi bandera: se odia a sí mismo, odia su vida infeliz, y expresa ese odio insultándome o rayándome el carro, concluye.

Llega el jueves y Niño de Guzmán pasa al consultorio del doctor Cisneros, le da la mano fríamente y se acomoda en el diván. Tiene ganas de darle una trompada, subir a la azotea y romper la bandera de marras. Pero no se atreve, no es valiente, nunca lo ha sido. El doctor Cisneros lo trata con el comedido afecto de siempre, no quiere que Niño de Guzmán sospeche que él sabe quién le escribió la carta, quién le rayó el auto. El doctor pregunta cómo va todo. Niño de Guzmán responde:

-Todo va mal. Muy mal.

-¿Por qué? –pregunta el doctor.

-No estoy durmiendo bien. No tengo apetito. Me siento cansado todo el día.

-Comprendo.

-También estoy experimentando problemas en mi vida sexual.

El doctor Cisneros arquea las cejas, sorprendido, y se permite un mohín desdeñoso.

-¿Problemas de qué tipo?

Niño de Guzmán lo mira con mal disimulada hostilidad y dice:

-Me cuesta trabajo tener una erección, ¿qué más va a ser?

-A su edad, es normal –sentencia el doctor Cisneros.

Luego abre un cajón de su escritorio y saca unos frascos.

-Quiero que tome estas pastillas –dice–. Tres veces al día, cada ocho horas, sin falta. Son para mejorar el apetito sexual.

Cuando el doctor Cisneros le alcanza los frascos, Niño de Guzmán advierte que el siquiatra se ha pintado las uñas con un esmalte transparente que refuerza el color natural de las uñas y les da un brillo coqueto. Rencoroso, Niño de Guzmán piensa: se pinta las uñas, pero no lava su bandera, es un payaso este siquiatra. Al salir, la recepcionista no le cobra las pastillas.

-Son un regalito del doctor –le dice.

Lo que ella no sabe, y Niño de Guzmán tampoco, es que el doctor Cisneros ha elegido esas pastillas no para aliviar los padecimientos de su paciente, sino para agravarlos.

Unos días después, Niño de Guzmán sigue viendo la bandera que a sus ojos luce inmunda y agraviante, pero ahora todo le parece más feo, más chocante, porque lleva días sin dormir bien y sin tener una mínima erección. La venganza del doctor Cisneros ha sido perfecta: no ha arriado su bandera y ha sumido en una honda depresión a su enemigo, el vecino belicoso.

Preocupada por la salud de su esposo, Susana examina las pastillas que el siquiatra le obsequió a Niño de Guzmán y descubre que están expiradas.

-¡Ese hijo de puta me quiere matar! –grita Niño de Guzmán.

Luego dice que entrará esa noche al consultorio y quemará la bandera, pero Susana sabe que son solo amenazas.

A la mañana siguiente, Niño de Guzmán dirige una mirada a la casa de su enemigo y advierte que la bandera ha sido retirada. He ganado la guerra, piensa, orgulloso. Me hice respetar, se dice a sí mismo. De todos modos, ha decidido que no verá más al doctor Cisneros.

Meses más tarde, el día de su cumpleaños, Niño de Guzmán recibe un regalo inesperado de su vecino. Lo abre, desconfiado, receloso. Es la bandera de la nación, una tela voluminosa, bien lavada, bien planchada y doblada, que huele a lavanda. Entre sus pliegues, hay una nota que dice:

“Querido vecino: Ya que no puede erguir su colgajo o palo menor, tal vez le sirva de consuelo levantar esta bandera y verla bien erecta, bien rígida. ¡Feliz día! Su amigo,

El doctor Cisneros”.

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