Fui al Cinépolis a ver Nosferatu y me encontré con Rodolfo Sattui. No tiene nada de raro encontrarse con alguien en el cine. Lo inusual es tropezarse con alguien que ya está muerto.
El deceso de Sattui, debe aclararse, nunca fue comprobado. Un día del año 2008 simplemente desapareció. Hubo rumores de una ceremonia esotérica privada en las alturas del Morro Solar, versión que nadie confirmó o negó. Lo cierto es que hace años que las luces del Cristo del morro ya no encienden.
Su presencia espectral alborotaba la Lima de los años 50, cuando la capital andina se creía París y la gente, por contagio, parecía más interesante. Sattui frecuentaba los cafés de moda en calidad de dandy culto, que al mismo tiempo arrastraba una densidad oscura, propia de pactos inmortales.
Adornaba su elongada estatura —de joven debe haber rozado los dos metros— con un copete de cabello negro azabache que enfatizaba una estampa aristocrática autoinducida. Él disfrutaba que lo creyeran conde. O condenado. Con su pose y gracia alimentaba las versiones que lo daban por hematófago. Es decir, vampiro.
Sattui era espiritista y pianista. El teclado era su camino al más allá, Chopin su transporte a los confines de la vida. “La gente no muere”, decía él, “desencarna”. Y ahora, aparentemente reencarnado, lo tenía sentado al lado viendo Nosferatu. No sabía si debía hablarle. Hasta que él, pidiendo cortésmente permiso en francés, cogió un puñado de mi canchita. No la ingirió, la trituró hasta hacerla polvo. Se me erizaron los pelos de la nuca.
A Sattui lo conocí en vida, en la otra, en sus años postreros. Él se camuflaba en este mundo como el vampiro pianista del Marcantonio, cafetería del Centro Comercial Risso; otrora punto neurálgico de Lince, hoy panal de prostitución y sicarios que caminan con granadas de guerra en el bolsillo. Hasta la muerte se ha degradado.
Fui tantas veces a verlo al Marcantonio: un espectáculo extraño y triste. Él quería tocar clásico, pero oficinistas mareados le pedían Caballo viejo. Finalmente, aceptó que lo visite con mi hermano fotógrafo en su estudio de la avenida Arenales. “Tienen que ir a la medianoche”, pidió. Nosotros cumplimos. Llevamos un camembert.
Habló de su vida, de sus muertos y de su muerte. Había una calavera de infante al pie de su cama. No había espejos. Explicó que todos vivíamos rodeados de elementales. Estos son los espíritus vanos que no entienden que han desencarnado y siguen deambulando entre nosotros. Hacen tonterías —te esconden las llaves, te jalan las sábanas—, pero son inofensivos. Mi hermano le hizo un retrato que extrañamente se ha vuelto dominio público en Internet. Sattui evitó referirse al amor y tampoco probó el camembert. Los vampiros se alimentan de otra manera.
No sé si era el aire acondicionado del Cinépolis, ya bastante extremo siempre, pero la temperatura ambiental estaba gélida. Tuve que preguntarle:
—Sattui, ¿qué hace acá?
—La nostalgia por lo imposible, Bedoya. ¿Qué hace usted viendo la historia de un monstruo enamorado? ¿No se cuenta que lo verdaderamente monstruoso es el amor?
—No lo entiendo.
—No se haga. Todos llevamos esa estaca —dijo señalando con la mirada al personaje de Lily Rose Depp, provocando el apetito eterno de Nosferatu.
Reparé a qué se refería. El amor de su vida fue la poeta Catalina Recavarren, musa mítica y adelantada de una sociedad profesionalmente hipócrita. Catalina era casada y mayor que Sattui, pero estaba poseída por el arrastre opaco de su sobrenaturalidad. Le escribió unos poemas impublicables, donde lo llamaba Satán: Eres hermoso amado / con trágica belleza de Luzbel / Cera virgen el rostro / Y los ojos rasgados de placer.
Catalina le entregó los poemas inéditos a Sattui. Él, antes de desencarnar, los dejó en manos confiables que luego los convertirían en poemario ya con la delicadeza de no tener a ambos sobre la tierra. Catalina falleció en 1992. Sattui se cobijó de soledad y melancolía que lo engalanaban como el primer y último pianista vampiro de Lince.
Igual, no entendía qué hacía ahora en el cine.
—¿Usted va y viene constantemente, Sattui?
—Estoy donde debo de estar. Obviamente, ese lugar ya no es Lince, qué desolación. ¿Le podría pedir un favor?
—Dígame.
—Sería interesante averiguar adónde fue a parar mi piano. A pocas cosas me aferro, pero todos tenemos debilidades.
—Bueno, buscaré el momento para…
—Bedoya, el tiempo no espera a nadie. ¿Ya revisó usted los resultados de sus análisis?
—Eh, ¿cómo sabe usted que…
—¿Shhh —interrumpió—. ¿Qué le parece si terminamos de ver la película?
Sonrió luego de decirlo. Sus dientes eran de una atrocidad insalubre. Su mirada, cegadora luz ultravioleta.
La versión moderna de Nosferatu es el horror hecho poema. Para ser una película de terror antiguo, había mucha gente en la sala, aunque ningún impertinente celular interrumpió la función. Solo hubo alguien que se la pasó hablando solo todo el tiempo. Esa gente no debería ir al cine.