(Perú21)
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El escritor Manuel García Ribeyro era tan ambicioso y obsesivo que, cuando su esposa Pilar le sugería que tuvieran un hijo, decía:

-Si quiero ser un escritor respetable, no puedo tener hijos.

Sin embargo, ante las presiones de su esposa, se rindió. Vivían en Londres, donde García Ribeyro era profesor de español. Tuvieron un hijo llamado Alfredo. No fueron años fáciles para García Ribeyro. No podía escribir en su apartamento porque el niño lloraba o quería jugar. Tenía que refugiarse en la biblioteca del barrio.

Apenas el niño Alfredo tuvo edad para asistir al colegio, su padre lo matriculó en un internado. La madre expresó dudas, pero García Ribeyro prevaleció. Dejaron al niño en un internado severo. Lo veían los domingos por la tarde, dos horas, de cuatro a seis.

Alfredo se hizo rebelde en el internado. Como sus padres, poseía una inteligencia formidable. No era demasiado popular. Era arisco, desconfiado. Con apenas ocho años, anunció que ya no sería católico, sino luterano. También pidió a las autoridades del colegio que le permitiesen cambiar de apellidos y hasta de padres. Quería elegir su nombre y su familia, otra familia. No se lo permitieron.

Cuando Alfredo García Ribeyro terminó sus estudios en el internado, tenía quince años, era muy delgado y se había dejado la barba. Como su padre era profesor visitante en la universidad de Princeton, esa casa de estudios no vaciló en admitir a Alfredo. Su padre quería que estudiase Filosofía o Historia, en ningún caso Literatura. Tozudo, Alfredo eligió Literatura Inglesa.

A poco de ingresar en Princeton, Alfredo conoció a la actriz Brooke Shields, quien se había retirado del cine para estudiar en esa universidad, y se enamoró de ella. Para su desgracia, dicha pasión no fue correspondida. Alfredo le escribía y regalaba poemas en inglés y francés, la perseguía por el campus, la emboscaba con invitaciones para ir al cine o salir a bailar, pero ella, famosa desde su adolescencia, evadía a su improbable pretendiente, el jovencito de la barba espesa y la mirada afiebrada, hasta que se cansó de que él la acosara con sus avances y se quejó ante las autoridades de la universidad, que amonestaron a Alfredo García Ribeyro y le pidieron que dejase en paz a la atribulada señorita Shields. Devastado, Alfredo hizo maletas y, sin decirles nada a sus padres, abandonó el campus de Princeton y viajó a Lima, donde sus padres poseían una casa en Barranco.

Enterado de que su hijo había abandonado la universidad por una contrariedad amorosa y se había refugiado en su casa de Barranco, el escritor García Ribeyro montó en cólera y ordenó a su hijo que volviese a Princeton. Porfiado como su padre, Alfredo se negó. Entonces García Ribeyro le dijo:

-Si no vuelves a Princeton inmediatamente, ¡te vas de mi casa!

Alfredo se marchó humillado de la casa de sus padres en Barranco.

En esas condiciones de desamparo y precariedad fue como Alfredo García Ribeyro llegó al diario “La Prensa”, en el Centro de Lima, y pidió trabajo. El director del periódico, Arturo Salcedo, hombre de buena entraña, no dudó en contratar a ese jovencito que parecía nimbado por una aureola de precocidad intelectual y desdicha sentimental. Le pidió que escribiera un artículo de opinión tres veces por semana y acordaron los emolumentos. Entonces el jefe de la página de fotografías y eventos sociales, Coco Arana Freire, famoso por fiestero y bromista, se acercó a Alfredo, se presentó con aire risueño, le dijo que estaba enterado de la pelea familiar, por algo era el jefe de sociales, y le ofreció una habitación en su apartamento. Encantado, Alfredo se mudó a casa de Coco Arana Freire, sin sospechar que se llevaría más de una sorpresa.

No fue solo una sorpresa, fueron varias las que emboscaron al joven García Ribeyro. La primera ocurrió un domingo por la mañana cuando Coco Arana Freire le llevó el desayuno a la cama al joven García Ribeyro y le sugirió que viniese a desayunar en su habitación, donde, para estupor de Alfredo, había un fornido moreno afroamericano, desnudo, sonriente, que había pasado la noche con Arana Freire y dio un salto para abrazar a Alfredo. En ese momento, García Ribeyro comprendió que Coco Arana Freire era homosexual. Lo confirmó unas noches después, cuando Coco lo despertó y le preguntó si quería acercarse a su cama para compartir un trío con el fornido afroamericano, invitación que Alfredo, pálido, translúcido, prefirió declinar. Lo reconfirmó días después, cuando Coco Arana Freire le pidió que les tomase fotos a él y su amante afroamericano en plena refriega erótica, sugerencia que Alfredo prefirió no aceptar, alegando que era miope. La noche en que, alcoholizado y oliendo a marihuana, Coco Arana Freire se metió en la cama de Alfredo García Ribeyro y le ofreció unos masajes en la espalda, el joven intelectual sintió que su anfitrión se disponía a sodomizarlo y salió corriendo en pijama del apartamento y del edificio. Solo regresó para empacar y marcharse a un hostal de baja estofa, en el centro de la ciudad.

En aquel momento, preocupados por su hijo, Manuel y Pilar García Ribeyro llegaron a Lima, dispuestos a convencerlo de volver a Princeton. El famoso escritor citó a su hijo para conversar en la casa de Barranco. Alfredo se negó y propuso un lugar neutral para encontrarse. Se citaron en el parque de Miraflores, a media tarde. Alfredo anunció en el diario que iría a conversar con su padre. El director le aconsejó que hicieran las paces. Sus amigos le dijeron que no diese su brazo a torcer, que no volviese a Princeton. El encuentro entre padre e hijo fue frío, hasta gélido. Se dieron la mano como dos príncipes exiliados de países enemigos. Eludieron las cortesías o las duplicidades que daban lugar a las cortesías. El padre exigió con aspereza que volviese a Princeton. El hijo lo mandó rudamente al carajo y le dijo que era su hijo y no su súbdito ni su sirviente. El padre le dijo sin rodeos que estaba condenándose a la pobreza y la mediocridad:

-Si te quedas acá, te vas a joder la vida. En este país, los que se quedan se joden, se vuelven idiotas, se acojudan.

El hijo, sin dejarse arredrar, contestó:

-En Londres también hay cojudos, Manuel. Tú eres uno de ellos.

El escritor Manuel García Ribeyro se sintió agraviado y le dio un puñetazo a su hijo. Luego se dio vuelta y se marchó, presuroso. Alfredo regresó al periódico, exhibió el ojo morado como un trofeo de guerra y relató el encuentro con su padre. Fue aclamado como un héroe por sus amigos, que lo llamaban socarronamente “el hijo de Dios”.

Tal vez para mortificar a su padre, que era un brillante pensador liberal, tras haber sido defensor de las revoluciones comunistas, Alfredo García Ribeyro sorprendió a sus amigos escribiendo artículos a favor de la revolución comunista en Cuba y Nicaragua.

-Se ha vuelto rojo -decían, azorados, sus colegas-. El puñetazo le ha dejado una lesión cerebral y Alfredito se nos ha vuelto comunista.

Hasta que Alfredo García Ribeyro se enamoró de una actriz más a su alcance, Patricia de la Puente, y esta vez sí fue correspondido. Al conocer la feliz pasión amorosa, se sintió a gusto en su piel, dejó de escribir libelos comunistas, se reconcilió con su padre, a quien prometió que volvería a Princeton, y escribió unas memorias prematuras, tituladas “Memorias de Alfredito”, que nunca se animó a publicar, pues su novia Patricia se ocupó de disuadirlo. Cuando ella le pidió que tuvieran un hijo, Alfredo García Ribeyro le dijo:

-Imposible. La familia es un invento colectivista, una fábula comunista.

Ella quedó perpleja, demudada.

-Si quiero ser un escritor respetable, no puedo tener hijos -sentenció él.

Por supuesto, tuvieron hijos.

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