El golpe no paga: la historia de un sainete

“El ineluctable procesamiento penal del expresidente Castillo por su evidente responsabilidad en el golpe anunciado en diciembre de 2022 resulta constitucional y necesario”.

Fecha de publicación: 08/03/2025 10:08 pm
Actualización 09/03/2025 – 12:05

¿Es nuestra Constitución lo suficientemente sólida, al lado de la sociedad política, democrática y civil, para soportar los embates de algún “iluminado”, de un “salvador de la patria”, de quien se sienta “llamado por el pueblo”, de quien se arrogue por sí y ante sí el derecho de decidir por nosotros sobre la cosa pública, el bien común, nuestros derechos fundamentales y nuestros destinos, invocando —como dice Serrat— el nombre de quien no tiene el gusto de conocer?

El Perú siempre tuvo una azarosa vida política y autoritaria. Solo en el siglo XX se cuentan más de 8 golpes de Estado, asonadas y cuartelazos. En 1992 se dio el último con el “autogolpe” de Fujimori, que terminó cuando, al vencimiento de la autorización congresal sin retornar al país, fue vacado por su propio Congreso, lo que dio lugar al “Gobierno transitorio” del presidente Paniagua.

Aparece muy diferente la historia constitucional del siglo XX de la del siglo XXI. Actualmente, las tensiones constitucionales, que no han sido pocas ni leves, se han solucionado dentro de la Constitución, que ya cumplió 30 años de vigencia estable, a pesar de los naturales cambios que ha soportado.  

En 2019, sin llegar a la ruptura constitucional que produjo el “estiramiento al máximo de su capacidad homeostática” con la irregular disolución del Congreso por Vizcarra, abriendo los inéditos “interregno constitucional” y elección de un Congreso complementario en 2020.  

El ineluctable procesamiento penal del expresidente Castillo por su evidente responsabilidad en el golpe anunciado en diciembre de 2022 resulta constitucional y necesario. El mensaje a la sociedad es claro: no es admisible, corrido el primer cuarto del siglo XXI, un golpe de Estado, máxime si en su perdido discurso, ridículo y atemporal, repitió casi textualmente algunas formas usadas por Fujimori en el “autogolpe” de 1992. Su justificación: “El pueblo se lo habría pedido”. El problemita es que no puede explicar —ni probar— cómo y cuándo se lo pidió, siendo Castillo el único en haber tenido oídos para semejante canto de sirenas.

Dice que es un preso político, que su prisión preventiva es ilegal, que está “secuestrado” por el Estado. Hay que recordar que en un Estado constitucional un apresamiento es legítimo si: (i) hay una imputación del Ministerio Público; (ii) hay una orden judicial dada por juez competente; y (iii) hay una debida motivación. Los tres elementos se dan y, así como muchos otros ciudadanos también han sido imputados y procesados constitucionalmente por diversos delitos, el expresidente Castillo cumple legítima prisión frente al no menos legítimo proceso penal que debe afrontar.

Se sabe perdido. Su estrategia de defensa es tan obvia como pobre: no solo ha cambiado más de 20 veces de defensor, forzando a la Corte Suprema a designar un defensor de oficio, sino que empaña el proceso para alegar su presunta ilegitimidad e indefensión. Como el mal jugador que, ante la falta de recursos en la cancha, ensucia el partido, faulea y se enfrenta al árbitro, para luego quejarse de una contienda parcializada.

Todo indica que el expresidente Castillo y sus cómplices (un golpe es siempre un producto de voluntades conjuradas, nunca una acción solitaria) se acercan, en forma clara y acelerada, a una evidente condena, que se pronostica severa. En el siglo XXI el golpe ya no paga en un Perú con justas aspiraciones constitucionales y verdaderamente democráticas. 

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