Cuando Barclays era un niño y asistía al colegio, ya era adicto al fútbol. Durante los recreos, jugaba al fútbol con tanta pasión que, al mismo tiempo que perseguía la pelota y la pateaba con extraña delicadeza, relataba a gritos los partidos, provocando la hilaridad ocasional entre sus amigos, y, ya de regreso en las clases, sacaba un cuaderno, otorgaba una puntuación del uno al diez a cada jugador del salón y dibujaba la trayectoria de la pelota en los mejores goles del recreo.

Todas las semanas, llegaba a su casa una revista de fútbol argentino, “El Gráfico”, que Barclays leía con devoción, como si fueran las sagradas escrituras, o la verdad revelada. Esa revista familiarizó a Barclays con los grandes equipos y los mejores jugadores del fútbol argentino. “El Gráfico” otorgaba puntuaciones a los jugadores y dibujaba los mejores goles, recreando la impredecible trayectoria de la pelota. Debido a que en River Plate jugaban tres futbolistas de gran talento, a saber, el “Beto” Alonso, “Jota Jota” López y “Mostaza” Merlo, Barclays, a quien sus amigos en el colegio llamaban “el Beto Alonso” por su refinamiento para patear la pelota, se hizo aficionado de ese equipo. No solo se sabía de memoria las alineaciones de su club favorito: se sabía todas las alineaciones de todos los equipos, incluyendo los suplentes y el cuerpo técnico, incluyendo a equipos pequeños como Chacarita Juniors, Ferrocarril Oeste y Huracán. Esa memoria elefantiásica para recordar nombres, decenas de nombres, no le servía para nada, salvo para impresionar a sus amigos del colegio, cuando relataba los partidos del recreo.

A media tarde, cuando llegaba a su casa, Barclays jugaba con el jardinero “tiros al arco”, él siempre pateando y narrando, el pobre jardinero siempre atajando y corriendo a recoger la pelota cuando Barclays, con mala puntería, la tiraba fuera del campo, hasta los árboles y la maleza, más allá del arco.

De noche, Barclays encendía una radio a pilas y escuchaba un programa de fútbol. Ya entonces soñaba con viajar, pero no para conocer iglesias y museos, sino para asistir a los mejores estadios y ver partidos de fútbol. En aquella época, un futbolista peruano de corta estatura y endiablada habilidad, Hugo “El Cholo” Sotil, jugaba en el Barcelona, al lado de los holandeses Cruyff y Neeskens, y debido a eso Barclays se hizo hincha del Barcelona. Asimismo, el defensor peruano Julio Meléndez triunfaba en Boca Juniors, pero no por eso Barclays dejó de alentar a River.

Cuando tenía doce años, Barclays era tan fanático del fútbol que se escapaba del colegio para dirigirse a los entrenamientos de su club favorito, el Sporting Cristal. Se había hecho partidario del Cristal porque sus tíos eran accionistas de la cervecera Cristal, dueña del club, y le conseguían los mejores palcos, y hasta acceso a los vestuarios, para ver los partidos de Cristal. Mirando los entrenamientos, Barclays escondía un secreto: cuando sea grande quiero ser periodista deportivo para viajar por el mundo narrando partidos. Tan hincha del Cristal era que a veces se subía a un avión o tomaba un tren para ver un partido en provincias.

Cuando obtuvo sus documentos como ciudadano, Barclays empezó a viajar a Buenos Aires solo, siempre solo, para ver partidos de fútbol y comprar libros. En uno de esos viajes conoció a Borges y le hizo una entrevista. En otro de sus viajes visitó a Sábato en su casa de Santos Lugares. Se hizo adicto a los cuentos del Negro Fontanarrosa, “canalla” de Rosario Central. Pero ninguna emoción fue superior a la de visitar el Monumental de River y la Bombonera de Boca. Lo mejor no era ver los partidos, sino escuchar los gritos procaces de los espectadores indignados, insultando al árbitro o a cierto jugador contrario. El hincha argentino tenía una extraña proclividad al insulto tremebundo, a los gritos soeces, a las mentadas de madre, una suerte de tendencia natural al apocalipsis, al fin del mundo: es decir que en cada partido no parecían jugarse apenas tres puntos, sino el destino de la especie humana, y por eso el fanático dejaba media vida dando alaridos, lanzando salivazos, gritando agravios que Barclays nunca había oído y chillando otras alusiones más familiares a la cueva vaginal de la madre, de la hermana, de la lora y de otras criaturas constantemente ultrajadas. El fútbol argentino era, pues, deporte y circo al mismo tiempo, un juego y un carnaval, una competencia y una celebración de la vida misma, y nada parecía más importante que meter un gol y salir corriendo, como si se hubiera alcanzado la inmortalidad.

Al pasar los años, Barclays dejó de visitar los estadios argentinos. Cuando viajaba a España, no perdía ocasión de asistir a los mejores estadios de Madrid y Barcelona y se asombraba de que el espectador promedio español fuese bastante menos procaz que el argentino típico. De hecho, se sorprendía de que familias enteras, con niños y abuelas, estuvieran en las tribunas, observando un comportamiento ejemplar, como si estuviesen en un cine o un teatro, sin sucumbir a los insultos, las procacidades y las palabrejas malsonantes que tan a menudo se escuchaban en las canchas argentinas, donde el espectador parecía desahogar sus derrotas y frustraciones en aquellos insultos tan pintorescos que hacían reír a Barclays, un amante de todo lo argentino desde niño.

Muy raramente Barclays jugaba al fútbol. Una o dos veces al año jugaba con sus hermanos, pero casi siempre terminaban peleando por un gol dudoso o un penal no cobrado. Así las cosas, Barclays jugaba al fútbol de un modo insólito o desusado: cuando veía un partido emocionante, la pierna derecha se le movía de pronto, como en un espasmo o una patada imaginaria, y aquella era una forma de participar del juego; y cuando dormía, a menudo soñaba con partidos de fútbol y metía unos goles memorables, bellísimos, por lo general de volea o sombrero o taco, pero nunca de cabeza ni palomita. Aquellos eran los sueños mejores: los formidables episodios oníricos en los que Barclays metía un golazo y salía corriendo y lo gritaba con tanta euforia que a veces se despertaba, desbordado por la emoción, llorando.

Los partidos que más lo emocionaban eran los de la Champions, y a veces también los de las eliminatorias al mundial, no digamos ya los del mundial, que veía tomando un café tras otro, evocando sus tiempos pétreos de cocainómano lenguaraz. Para su fortuna, su esposa era una apasionada del fútbol. Además, muy improbablemente, siendo tan linda, era una futbolista de extraordinario talento, y había sido la mejor de su colegio alemán, la goleadora, jugando siempre con el número 9, habilísima para el regate zigzagueante y el amague o embuste preñado de picardía.

A veces Barclays, mirando un partido de fútbol por televisión o en la cancha, narrándolo imaginariamente pero ya no a gritos, sino en silencio, para sí mismo, viendo cómo se le movía sola la pierna derecha, pateando balones invisibles, pensaba que su verdadera vocación no era la de escritor ni la de periodista, sino la de aficionado incurable al fútbol: en unos años, pensaba, me retiraré de la vida pública y dedicaré mis mejores ilusiones a ver partidos de fútbol por todo el mundo. Entonces, pensaba Barclays, habré coronado el más dulce y caro de mis sueños, el de ser un periodista cuyo trabajo, suerte la suya, consiste en ir a la cancha y ver el partido tan esperado de aquel deporte sagrado, el fútbol, esa religión para los agnósticos y los ateos también, que acaso le había deparado las más grandes alegrías y las más profundas tristezas de su vida, como si esos once muchachos jugasen para él o lo representasen, como si él fuese el jugador número doce y su felicidad estuviese cifrada en la incierta trayectoria de la pelota.

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