Escritor itinerante, periodista de verbo inflamado, hombre de derechas liberales, Jimmy Barclays llega a Santiago de Chile, después de tres años sin visitar esa ciudad. Va a presentarse en un festival de autores, un congreso literario. No lo han invitado, se ha invitado él mismo. Ha comprendido que, dada su fama de agitador de escándalos, tiratiros verbal, hablantín inmoderado, solo visitará ferias de escritores si se invita él mismo, se paga el boleto de avión y el hotel, no pide viáticos ni honorarios y compra un centenar de ejemplares de su más reciente título, a precio de descuento, para regalarlos a sus lectores menesterosos.

Nada más descender del avión, se arrepiente de haber viajado. Por lo visto, el aeropuerto ha sido ampliado. Cargando un pesado bolso, avanza a paso lento, mientras los pasajeros lo sobrepasan, andando deprisa. Exhausto, Barclays recuerda a Coetzee: soy un hombre lento. Camina media hora. No da más. Debí pedir una silla de ruedas, piensa. Después de pasar los controles, sube al auto que lo espera. Son las ocho de la mañana. El conductor es muy atento y habla de política. Es de izquierdas. Es encantador. Para complacerlo, Barclays se convierte en un hombre de izquierdas y le da la razón en todo. No quiere discutir. Está extenuado. Quiere dormir. Pero el tráfico es un espanto. Barclays se desespera. Debí quedarme en casa, piensa. Tardan más de una hora en llegar al hotel. Barclays ha elegido el hotel que siempre ha preferido en aquella ciudad, una torre moderna al pie del parque Metropolitano.

Barclays toma sus pastillas y espera el sueño. En la habitación vecina hay un perro que ladra. Barclays se queja por teléfono. Le dicen que sus dueños han dejado al perro solo en la habitación, por eso ladra. No hay modo de acallarlo. Barclays se enfurece, protesta. Pero él mismo tiene un perro en su casa en Miami, ama a los perros y comprende que está derrotado. Pide cambiarse de habitación. Se arrastra a una más grande. El perro ha ganado la batalla. Por fin, Barclays duerme a duras penas. Horas después, lo despierta el teléfono. Hay un periodista esperándolo abajo, para entrevistarlo. Bajo en diez minutos, dice Barclays.

Ese hotel le trae buenos recuerdos. Allí conoció a una artista chilena y se enamoró de ella. Ocurrió hace veinte años. Barclays estaba de visita, presentando una novela. Le organizaron una fiesta en el piso veintiuno del hotel. La artista, de una belleza deslumbrante, estaba casada y tenía dos hijos. Se había hecho famosa porque hacía exposiciones fotográficas de gran excelencia artística. Había provocado revuelos porque se fotografiaba desnuda. Aquella noche, la artista, María Santa Cruz, se acercó a Barclays y le dijo que le encantaban sus novelas. Se hicieron grandes amigos. Se hicieron amantes furtivos, clandestinos. Ella estaba casada pero ya no amaba a su marido. Él se había divorciado de su primera esposa. Ella le decía a su esposo que Barclays era un amigo gay tan pícaro como inofensivo. Su esposo le creyó: conoció a Barclays y este hizo alarde de su versión más delicada, su registro más afeminado. Barclays viajaba todos los meses a Santiago para ver a María. Se encontraban en ese hotel, en esa torre moderna, en la misma suite del piso diecinueve, la 1971. La pasión amorosa duró unos años. Se extinguió cuando ella se enamoró de un futbolista argentino.

También en ese hotel Barclays se enamoró de una jovencita, lectora de sus novelas, de padres palestinos, levemente gordita, que le entregó su virginidad con la misma solemnidad con la que él aceptó la ofrenda, honrado, y la poseyó, mientras miraba de soslayo el televisor encendido, pues estaba jugándose la final de la Copa del Mundo de fútbol.

Así como no ha tenido rubor en invitarse al festival de escritores, tampoco se ha cohibido para sugerirse como invitado a ciertos programas de televisión. Algunos no le han respondido. Otros han saludado la envanecida iniciativa del escritor y lo han invitado, o han refrendado la invitación que él se hizo a sí mismo. Barclays sabe que no hablarán de sus libros, su carrera como escritor. Sabe que hablarán de política. No le hace ascos a la política. Le gusta hablar de política. No toma prisioneros: fusila a todos, a casi todos. Piensa que un escritor debe guardar una distancia moral del poder. Piensa que un escritor no debe condescender a ocupar cargos públicos. Piensa que un escritor debe estar siempre en oposición al poder, ser una piedra en el zapato, un tábano en el lomo de los mandones. Nunca aceptes un ministerio de cultura, una embajada, se dice. Nunca te rebajes a ser un político. Recuerda la frase de Octavio Paz: un agregado cultural tiene más de agregado que de cultural. Recuerda que Paz le dijo a Vargas Llosa: no seas candidato a presidente, es un error.

En los programas que visita, Barclays advierte que es bipolar, que no se distingue por ser ecuánime, que no ha conseguido ser racional, que todo lo que dice proviene de sus vísceras, sus entrañas, su bolsa testicular. Luego procede a destituir al presidente de los Estados Unidos; a bombardear a la dictadura venezolana; a capturar al sátrapa bananero de Caracas, embutirlo en un mameluco naranja y subirlo a un avión rumbo a la justicia; a dolarizar la economía argentina; a enjuiciar a las monjas argentinas coludidas con los ladrones; a acusar al Papa de peronista agazapado; y a invadir y libertar la isla de Cuba. El público y los anfitriones se ríen y no toman en serio a Barclays, que es precisamente lo que él quiere. Ha comprendido, tras décadas de fatigar la vida pública, que no importa quién tiene la razón, sino quién sabe hacer reír a la audiencia.

El festival de autores se celebra en un viejo edificio público, en el barrio de Lastarria. Como tiene fama de burgués, Barclays se viste de traje y corbata. Frente a una multitud que desborda el recinto, habla de pie, porque cuando está de pie las palabras le brotan o le fluyen más rápidamente que cuando se sienta. Pronuncia un discurso sobre el arte, el poder, el periodismo, la política, la familia, el amor. Mientras se extravía gozosamente en los meandros y las bifurcaciones de ese discurso improvisado, recuerda que ha nacido para hablar en público. Lo supo su abuelo Jimmy, banquero, cónsul inglés, cuando Barclays tenía apenas ocho o diez años. Por eso, al final de la cena navideña, el abuelo hacía sonar una campanita y le pedía a su nieto que dijese unas palabras. Barclays se ponía de pie y hablaba en tono circunspecto, intelectual. Desde entonces se fue entrenando como orador de plazuela y charlatán incombustible, y ahora ya no hay quien lo acalle cuando le dan un micrófono.

Concluido su discurso, Barclays firma libros y regala los cien ejemplares que ha comprado. Sus lectores le obsequian bebidas espirituosas, chocolates, camisetas, banderas, poemas, manuscritos inéditos, bolsitas de marihuana. Rodeado de guardaespaldas, avanza con una sonrisa, saluda como político en campaña y escucha que una joven le grita:

-¡Regálame tu corbata!

No lo duda: se saca la corbata y se la entrega. La chica lo sorprende: se quita una zapatilla y se la da a Barclays, quien la recibe, perplejo. Nunca le habían regalado una zapatilla usada. Barclays le hace adiós y piensa: mis lectores están más locos que yo.

Al día siguiente, en el aeropuerto, pide una silla de ruedas que lo lleve hasta el avión. Cuando alguien lo reconoce y le pregunta si está bien de salud, Barclays, actor melodramático, arlequín ventrudo, bufón peripatético, responde, muy serio:

-Mis enemigos me han penetrado contra natura.

Luego se ríe. Pero nadie se ríe con él, ni siquiera el muchacho que empuja la silla de ruedas.


TAGS RELACIONADOS