Foto: JNE
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Manayaycuna es un pueblo entre los Andes. Por esta época aparece el relojero. Se sienta en la única plaza del pueblo, en las gradas de la única iglesia del pueblo. Marca las horas con tarjetas dibujadas a mano, calculando el tiempo según el sol. Llega a las tres de la tarde del viernes y se va a las seis de la mañana del domingo. Es el tiempo entre la muerte en la cruz y la resurrección. Es el tiempo santo porque no hay pecados. Aunque hubiese barbaridades, Dios no las puede ver ni juzgar, porque está muerto. Entonces se liberan las pasiones. La tradición europea permite los carnavales antes de la Cuaresma, para que la gente se desfogue. Luego exige esa cuarentena de ayuno y oración, preparatoria para el recogimiento de Semana Santa. Pero justo en esa etapa final, la más sagrada, en la que Dios baja a los infiernos para resucitar entre los muertos, el imaginario andino se desborda e inventa otro carnaval. Anda, explica tú que Dios está muerto, pero que no lo está.

Claudia Llosa inventó Manayaycuna como locación para su Madeinusa, su ópera prima. Pero, aunque fuese imaginario el pueblo, la historia del tiempo santo es verosímil. El Barroco andino ha tenido que ajustar creencias. Para la liturgia europea, por ejemplo, Dios padre no se representa como el ojo que todo lo ve y el Espíritu Santo tampoco se representa como la paloma que vuela al encuentro de Dios. La Santísima Trinidad se representa en tres personas de carne y hueso, porque había que ser consecuentes en eso de prohibir a los nativos que adorasen animales y símbolos. En la liturgia nativa, en otro ejemplo, se aceptaron todas las manifestaciones de la Virgen Inmaculada, pero vestidas con poncho en forma de trapecio, que simulaba un cerro y permitía seguir adorando a los apus tutelares.

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En los debates electorales, algunos candidatos saludaron en quechua. Faltó traducción. Pero las historias del imaginario andino demuestran que, más bien, se trata de comprender. Es que el idioma no solo es una forma de expresar el alma. Es, sobre todo, una forma de entender y organizar el mundo. Como usted o como yo que, cuando hablamos en inglés, seguimos pensando en español. Reivindicar el quechua, y otros idiomas nativos, es un imperativo para entender a gran parte de los peruanos. Entender su mundo, sus urgencias y sus esperanzas. Dominar esos idiomas es cruzar los puentes, quinientos años después, para encontrarnos todos los peruanos y conciliar políticas públicas. No es una extravagancia cultural; es, sobre todo, un asunto de sobrevivencia política.

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