El costo de hacer política para una mujer
El costo de hacer política para una mujer

COLUMNISTA INVITADA:

Narescka Culqui Martínez

Desde niña, siempre soñé con hacer política y ser congresista. Sin embargo, el tiempo y las circunstancias hicieron que relegue este sueño, pues había que cubrir necesidades en mi familia, que con esfuerzo y trabajo fuimos superando. Por eso, recién hace tres años, a mis 30, decidí retomar aquel sueño y hacer política partidaria de forma íntegra. Sabía que el camino no era fácil, pero era el camino que yo elegí.

En todo este tiempo, he recibido diversas críticas de amigos y familiares por mi decisión: “¿Para qué te metes en política si te va bien en tu carrera?”, “¿qué ganas con eso?”, “la política es corrupta y tu esencia se va a perder”. Ante estas críticas, siempre he respondido de la misma manera: comprendo la decepción por nuestra actual clase política, pero no debemos dejar que quienes nos han robado tanto nos arrebaten también la esperanza de tener una política honesta al servicio de la ciudadanía. Para mí, al igual que Hannah Arendt, la política trata de estar juntos en nuestra diversidad. Es, pues, el único puente para superar nuestras diferencias.

A pesar de esto, pocas personas honestas deciden cruzar ese puente. Y créanme que es totalmente entendible. En un país en donde los políticos están tan desprestigiados, hacer política tiene un costo enorme en la reputación de una persona. Casi por arte de magia, para muchos, te conviertes automáticamente en corrupto o en alguien que solo busca obtener beneficios personales.

Este costo se agrava cuando se trata de una mujer. Te empiezan a cuestionar cómo te vistes, te expresas o, simplemente, juzgan tu apariencia física. Existen personas que asumen que, por ser mujer y hacer política, debes conducirte de tal o cual manera. Digámoslo claro: te juzgan como no juzgarían a un hombre. Y esto debe cambiar.

Hace unos días, se difundieron algunas de mis fotografías junto a videos de contenido sexual de una pareja, intentando insinuar que la mujer del video era yo. Aclaré que no se trataba de mí y que, aunque lo fuera, no tendría por qué invadirse mi privacidad ni limitarse mi capacidad política. A pesar de esta aclaración, he seguido recibiendo una serie de mensajes y comentarios que muestran lo peor de nuestra sociedad. Se me ha dicho: prostituta, que denigro a la mujer, que solo sirvo para hacer videos dirigidos a adultos, entre tantos otros improperios y difamaciones.

Más allá de mi experiencia, quiero ser enfática en resaltar que no soy la primera ni la única mujer que pasa por esto. La indignación trasciende mi caso, pues se trata de una cruda realidad que aplasta a las mujeres por el solo hecho de haber decidido hacer política. Esta forma de violencia afecta, crónicamente, la participación de las mujeres en el terreno político por miedo a ser víctimas de difamación o acoso. Las mujeres que hacemos política tenemos, aquí, un deber esencial: aparejar la cancha para que más mujeres vean en la política una opción. Es necesario que se apruebe una ley contra el acoso político y que se fortalezcan los mecanismos disponibles contra el acoso sexual y cibernético, porque mientras esto no suceda, las mujeres seguiremos estando expuestas.

Cuando decidí hacer política, sabía que el camino era difícil. Sabía que, como dice nuestra poeta Blanca Varela, no iba a escuchar vítores, sino ladridos de perros. Lo sabía y no me importó porque para eso ingresé a la política: para impulsar el cambio en una sociedad que nos estereotipa y encasilla. Una sociedad que se rehúsa a entender nuestra libertad en todos los aspectos de la vida. Pero ya basta. La política también es cosa de mujeres y es tiempo de que les quede claro.

Narescka Culqui nos envió esta columna y accedemos a publicarla porque creemos que, más allá de cualquier consideración, no se debe violentar la dignidad de una persona y menos por ser mujer.

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