(Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)
(Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)

Dice Thomas Sowell, economista norteamericano, que “uno de los más patéticos y peligrosos signos de nuestro tiempo es el creciente número de individuos y grupos que creen que nadie puede discrepar con ellos por alguna razón honesta”. Es el reino de la intolerancia, el retroceso a épocas preliberales y predemocráticas, donde podía existir la Inquisición porque las opiniones diferentes a un canon podían constituir delito. Hay quien ha bautizado esto como la “falacia del jurado perezoso”. Es decir, el que presume el dolo en lugar de analizar más a fondo otras motivaciones.

Así funciona hoy el “debate público” en redes sociales, no solo en el Perú, pero también en él. Y la cosa se contagia aun a las plataformas tradicionales y la política. Si no fuera así, no tendríamos al Congreso disuelto ni a opinantes, no todos extravagantes, convencidos de que el presidente Martín Vizcarra es un dictador.

Si no es posible imaginar que una lectura diferente de las cosas puede ser al menos bienintencionada, la deliberación no será posible. Tampoco la democracia. Decía Aristóteles que solo una mente educada puede entender un pensamiento diferente al suyo sin necesidad de apropiárselo. Y es que la democracia, hija de la imprenta y la novela, de la reflexión y la deliberación, de la especialización del trabajo político, requiere que actuemos con el cerebro, no con la hormona y el impulso. Lamentablemente, el mundo de las redes propicia el triunfo del exabrupto que es el fracaso de la negociación. Debemos hallar mecanismos modernos para aplicar los valores de la democracia liberal de hace 200 años, aquellos que consagraron la limitación del poder. Si no se logra, el futuro quizá sea tecnológico, pero difícilmente liberal o democrático.

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