En tiempos de elecciones políticas, que son una forma de mudanza, y en tiempos de ocio, que es con lo que se identifica el período veraniego, cuánta falta nos hace aprovechar el descanso para ir al cine, leer un buen libro o reunirse con la familia, sin dejar de pensar y meditar.

Me encontraba en esos afanes reflexivos cargados de una dosis de letargo estival cuando me fui a ver la última película de Clint Eastwood, El caso de Richard Jewell. Sabía muy someramente de qué iba la trama, que recoge un hecho real ocurrido durante los Juegos Olímpicos en Atlanta, cuando un tipo anónimo, pero con un sentido de la ayuda y protección acusados, detecta una bomba. Con su diligencia, evita una masacre. Ahí empieza el drama de su historia, la de los efectos del abuso de autoridad.

La película dice y advierte mucho. Nos dice que desconfiemos de quienes, desde la autoridad, nos tratan de engañar y abusar de nuestros derechos. Nos dice de forma cruda y real qué pasa cuando en la investigación criminal, quien puede y debe acusar no lo hace (porque carece de evidencia) pero se contenta con mancillar la fama; sembrar la duda, e implicar a los medios de comunicación como aliados de su vacío procesal.

En tiempos de mudanza política, habría que meditar acerca de a quién vamos a elegir. Si aquellos que ponen como aval de su candidatura un mensaje tan vacío como seductor, confiando en que nosotros caigamos en su trampa. O por aquellos que ponen el nombre y la fama de la institución a la que representan por encima de sus intereses. Puede que el juego político nos impida discernir a unos de otros. Siempre quedará el recurso de Richard Jewell que, en su aparente ingenuidad, nunca se dejó engañar.